Hoy lunes nos levantamos algo temprano para que nos dé tiempo a desmontar, pagar el camping, distribuirnos el material a utilizar (tiendas, cuerdas, plásticos…). Hoy es el día en que emprenderemos la primera etapa hacía el Refugio Tête-Rousse a unos tres mil ciento cincuenta metros de altitud. El día se presenta bueno. Hay nubecillas pero nada amenazadoras que con el transcurso de la tarde desaparecerán y atardecerá un día espléndido. Observo la Aiguille du Goûter que se perfila en un extremo de la Dôme du Goûter. Soleada y sin nubes me hace pensar que este primer día será muy bueno llegando a nuestro objetivo (quizás inconscientemente le hablaba a la Aiguille du Goûter diciéndole: “haznos sitio allá arriba en tu fría y desolada cuna que vamos para allá”). Desde el camping, esta mañana, ofrece una vista muy bonita entre los abetos del bosque. Veo que mis compañeros como yo nos sentimos listos y preparados para la subida de hoy; es más, incluso gracias al día tan soleado y claro que nos ofrece, nos sentimos preparados para llegar hasta la misma cima del Mont Blanc. Nuestra vitalidad, ánimo y fuerza están por las nubes.
Por la carretera y acercándonos a Les Houches, Fernando filma esta vertiente del macizo con sus cascadas de glaciares que bajan desde las alturas hasta casi nuestros pies. El Bossons y Taconnaz bajan chisporroteando brillo y luz en este día tan claro y espléndido. La excitación es tal que pensamos nos vamos a comer la montaña.
Ya en Les Houches cogemos un teleférico para subir a Belleveu, a unos mil setecientos metros. El desnivel es de setecientos metros entre Les Houches y Belleveu. En el telecabina va más gente que como nosotros se disponen a coger el tren cremallera para subir a Le Nid d’Aigle, y quizás con el Mont Blanc como destino o simplemente para curiosear y hacer algo de turismo dominguero en aquella zona. Las mochilas pesan “un huevo”, parece imposible que podamos cargarlas. Es la primera vez que monto en un teleférico, al menos en la montaña, que yo recuerde. El balanceo del mismo me hace cosquillas en el estómago. Me recuerda a cuando montaba en la noria. Parece que pesa mucho ¿No se romperán los cables? Cada dos por tres miro el trecho ya recorrido, lo que nos queda por recorrer y a los cables que nos sostienen, sobre todo cuando cruzamos una de esas torres que sostienen el cable en el aire y pasa dicho cable por aquellas ruedas. Siempre parece que se vaya a salir hasta que te acostumbras al ruido.
Ya estamos en Belleveu. Hay un restaurante. Todo esto es turístico total. Cargamos nuestras pesadas mochilas y bajamos un poco en la otra vertiente hasta la minúscula parada que aquí tiene el tren cremallera. Compramos lo billetes en la minúscula taquilla de madera (como la estación) igual que hicimos con el teleférico. “Allé, retorn”, ida y vuelta, y esperamos a que suba “el expreso del Mont Blanc”. Yo creía que enseguida subiría, que en pocos minutos podría estar aquí, pero tardó de media a una hora, no sé con exactitud, pero se nos antojó eterno. Yo pensaba que estábamos perdiendo mucho tiempo y que estas esperas nos retrasarían, así que me desesperaba, al igual que mis compañeros. Fernando aprovechaba y sacaba la cámara para filmarnos puesto de equipo y mochila en la desesperada estación.
Al tiempo vemos llegar el tren cremallera. La estación se ha llenado de gente que quiere montar en el tren cremallera y observamos perplejos al pasar dicho tren que va abarrotado de pasajeros; hay mucha gente dentro y mucha más que quiere subir. No sabemos que hacer. Nos dirigimos hacía una puerta y un encargado del tren no nos permite el paso. Nos dirigimos a otra y entre la gente logramos colocarnos dentro casi a empujones. Al final todos hemos podido entrar y nadie se ha quedado fuera, pero dudo si habría cabido alguien más. Estamos junto a las entradas, de pie, sin sentarnos pues ya no hay asientos libres. Más gente está de pie como nosotros. El tren se pone en marcha poco a poco con una serie de envestidas. Parece imposible que este pequeño tren pueda moverse tan cargado como va y con lo que se empina el camino. A veces pasamos junto a precipicios inmensos que nos hacen pensar en la seguridad de este medio de locomoción, hay tanta gente. Oímos voces familiares. Sentados cerca de nosotros hay unos españoles que gritan y vociferan muy animadamente, casi molesto (típicos españoles). No se oye a ningún otro por encima del nivel de esta gente. Nosotros nos miramos diciendo: “mira, españoles”, pero no llegamos a hablar con ellos. Me parecen demasiado descarados.
A un español siempre le anima y sorprende encontrarse con otros de su país en los viajes que hace por el extranjero (y más si es de tu misma tierra). También si son montañeros nos sorprende aún más, siempre nos llama la atención y tendemos a entablar amistad con ellos… Aunque en ese tren todos eran montañeros.
¿Por que utilizamos el tren cremallera y teleférico considerándonos nosotros montañeros que utilizamos lo mínimo posible la locomoción artificial para subir? (Al menos el espíritu montañero te hace sentirte en una naturaleza donde los únicos medios artificiales son aquellos que tu mismo puedes cargar o llevar puesto). El problema de subir el Mont Blanc es la meteorología. Quiero decir que normalmente hay como máximo dos días de buen tiempo seguido y para subir la montaña el día debe de ser espléndido; al menos es lo ideal. Por ello subiendo en teleférico y tren cremallera nos ahorra casi una jornada de aproximación y fuerzas. No podemos despilfarrar tiempo ya que esos dos días de buen tiempo tienen que salir en semana y media que nosotros tenemos de viaje, y queremos subir el Mont Blanc. Seguramente si volviéramos al macizo y quisiéramos subir el Mont Blanc lo haríamos por otro sitio evitando los medios artificiales de locomoción.
Aproximándonos a la última estación y después de cruzar algunos túneles y nubes, vemos abajo en el fondo del valle otro gran glaciar que aún no habíamos visto, el Glaciar de Bionnassay. Otro ancho río de hielo lleno de grietas y rimayas. Asombroso.
Los bosques han desaparecido más arriba. Estamos a casi dos mil cuatrocientos metros. Las nubes nos rodean. Parece que el tiempo intenta equivocarnos o desconcertarnos, pero nosotros seguimos fieles a las predicciones meteorológicas de la Casa de la Montaña. Estamos en Le Nid d’Aigle, el final del trayecto del tren cremallera. Este tren sale de Saint-Gervaís-Les-Bains y termina aquí. De repente una marabunta de gente sale con las mochilas cargadas y parece una inmensa romería montañera. Hace algo más de fresco. La subida es algo aburrida al principio. Una serpenteante senda sube y sube a través del llamado Desert de Pierre Ronde. Todo es tierra y piedras. A nuestra izquierda una pequeña cresta, Les Rognes, a la cual se adhiere nuestra senda, nada peligrosa. Parece una carrera de todos los montañeros que suben. Al poco tiempo pierdo de vista a Fernando y Jesús entre la multitud de montañeros. Quique sigue tras mía. Sigue habiendo nubes pero nada preocupantes. Éstas dan un toque bonito al paisaje que se va divisando, cada vez que subimos, más amplio y montañés. Estamos fuertes; estamos subiendo a buen ritmo a pesar de la pesada mochila.
Algo más arriba y en un falso llano divisamos la Aiguille du Goûter. Alta, escarpada. Intentamos adivinar cual es la cresta de subida, pero en vano acertamos cual podría ser. Lo sabremos algo más arriba cuando estemos en la base de la aiguille. El tiempo se va despejando. Después de unas cuantas nubes que nos cubrían e impedían la visión fuera del recorrido, por fin podemos ver mejor algunas de las montañas que nos rodean.
Ahora la senda se empina un poco y pasa por unos lugares más escarpados. Parece que la han excavado en la roca y cruza por unos precipicios no demasiado imponentes ni demasiado peligrosos. A veces y en algún tramo corto de la senda nos encontramos con algún cable de acero oxidado para ayudar a cruzar estos pasos aireados. No es tan peligroso y nosotros no utilizamos este cable. Fernando para en ocasiones para filmar el paisaje y la subida. Ahora las nubes y unos pájaros negros (pertenecientes a los córvidos) quedan por debajo nuestro. A la izquierda vemos la Aiguille du Midi y las Agujas de CHamonix. Detrás más alta la bellísimo e imponente Aiguille Verte (que cautivará mi atención y obsesión de ahora en adelante). A su vera y algo más bajos Les Drus que vimos desde Montenvers con su impresionante pared ensombrecida que los hace más verticales y espectaculares. Son auténticos pilares de los Alpes.
Más arriba la senda sigue por la parte alta de estas verticalidades y por fin vemos otra parte del macizo: a nuestra derecha aparecen unos grandes neveros que bajan desde la misma base de la Aiguille du Goûter. Al otro lado de estos neveros vemos algunas construcciones, una casa y algunas chozas. Es el Refugio Tête-Rousse. Detrás de él, impresionante, una empinada pendiente llena de blanca nieve, hielo, seracs, grietas glaciales, precipicios… es la bonita Aiguille de Bionnassay (como veis, casi todo el macizo del Mont Blanc son agujas, “aiguilles”, menos la mayoría de las cumbres más altas). Tiene algo más de cuatro mil metros y nos muestra como son los Alpes con sus impresionantes seracs que parecen se mantienen en el vacío y están a punto de caerse. (Claro, nosotros nunca habíamos visto algo igual en la alta montaña que hacíamos. Y todo nos parecía descomunal, inmenso y extraordinario).
Poco más arriba paramos en una especie de rellano para comer algo y descansar un poco, abrigarnos y equiparnos para el frío y la nieve. Es la una del mediodía aproximadamente. Estamos a la altura del Refugio Tête-Rousse, a unos tres mil doscientos metros (algo menos). Hemos subido ochocientos metros y se supone que esta es la primera etapa pero estamos fuertes, nos queda toda la tarde por delante, mañana será el día “H” para subir el Mont Blanc; delante dos senderos en la nieve: uno para ir a Tête-Rousse y otro para subir a la Aiguille du Goûter. Mientras Fernando nos filma y a la vez da su opinión, empezamos a deliberar sobre lo que hacer. Uno de nosotros ha dicho de seguir adelante y subir al Refugio de la Aiguille du Goûter (el que llaman Refugio de Goûter nuestros compañeros y paisanos). La cresta se ve aquí al lado; la aguja y su cumbre se ven muy cerca (al menos esa era la impresión que daba). Hemos subido en muy buen tiempo, estamos fuertes y no estamos cansados. Quique y Jesús quieren seguir y subir a la Aiguille du Goûter. Fernando se abstiene, lo que decidamos bien estará. Yo no lo veo muy claro. Parece que está cerca pero me han hablado mucho de la subida a Goûter, escarpada, vertiginosa, cansada, larga, a veces aérea y peligrosa… Yo tengo miedo de que si subimos hoy, estemos muy cansados mañana para subir al Mont Blanc, pero también debo pensar que llevamos un día de retraso y esto nos adelantaría ese día de retraso. Aunque mañana no pudiéramos subir al Mont Blanc y nos quedáramos todo el día en la Aiguille du Goûter, no pasaría nada, así nos aclimataríamos y solo tendríamos que esperar el día idóneo para subir, que incluso podría ser el miércoles.
Yo al principio no lo tengo claro. No sé. Ni digo que no pero tampoco que si. Quique y Jesús quieren intentarlo ¡Se ve tan cerca y estamos fuertes! Pero ahora más de la mitad de la subida no es andando por empinadas sendas, sino, trepando. Haríamos dos etapas en una, dos días en uno… sigo susceptible a acometer el intento pero ¡bueno!, a lo mejor no es tanto como nos han dicho viendo el tiempo y el esfuerzo que hemos empleado desde Le Nid d’Aigle a Tête-Rousse… ¡Que diablos! ¡Vamos allá y que sea lo que dios quiera! No hemos comido casi nada (al menos yo) y bebido algo de agua. Observamos la romería como deja Tête-Rousse y se enfila hacía Goûter. Vemos perfectamente la fila de gente que sube por todo el recorrido entre los dos refugios, tan solo tenemos que seguirlos. Nos ponemos los arneses, el casco a mano, las mochilas, las chaquetas y pantalones “técnicos” y empezamos a subir por el sendero en la nieve hacía Goûter. Es algo más de la una del mediodía, o y cuarto o y media, no sé. Estamos a algo menos de tres mil doscientos metros y hay que subir a algo más de tres mil ochocientos metros. Unos seiscientos cincuenta metros de desnivel de los cuales unos quinientos es una cresta por la que hay que trepar en muchas ocasiones. No hay que pensar más en ello… ¡Vamos para arriba! ¡El tiempo es magnífico…!
Cuantas veces he oído hablar de la “cresta de Goûter”. Siempre que mis compañeros montañeros venían al Mont Blanc. Una difícil escalada que a mi poco a poco se me iba quedando y cada vez más la veía como imposible de subir. Precipicios vertiginosos, piedras que caen, trepadas todo el tiempo, ningún lugar horizontal, el mochilón con más de quince kilos a tu espalda y larga. Desde luego uno no sabe como son las cosas hasta que no estás allí. Muchos exageran y otros se equiparan a la realidad. Pero en fin, ahí estamos nosotros para saber qué era la cresta de Goûter.
Al final del gran nevero empezamos ya a tocar roca. Pocos metros después debemos cruzar la zona que nosotros llamamos “la bolera”. ¡¿Por qué “la bolera”?! Por que los bolos son las piedras que caen de la aguja y tú eres parte de los “palitroques” que deben derribar. En efecto; hay que cruzar un corredor de una cresta a otra y las piedras caen aquí a una velocidad temible, y además caen también a veces grandes rocas. Empezamos a encontrarnos los primeros pasos con cables de acero oxidados de esta segunda etapa, que a veces agarramos con más seguridad. En “la bolera” hay otro cable que te sirve para no precipitarte corredor abajo ya que la pendiente es apreciable y si cae agua puede haber hielo. Como en una cola esperando a cruzar “la bolera” vemos como casi uno a uno atraviesan dicha zona los montañeros. Es inevitable mirar hacía arriba por si ves caer alguna piedra para no cruzar, y descubre más arriba encaramado a un precipicio por el que tú estás subiendo, al Refugio de la Aiguille du Goûter en la cima de la aguja. No parece que esté tan lejos. Ves los puntitos de colores de las diferentes chaquetas de los montañeros que están en el tramo final, justo debajo del refugio. Pienso: “no es nada. En poco tiempo estaremos arriba” intento darme ánimos ante lo que se nos avecina. Hemos dejado ya el Refugio Tête-Rousse detrás nuestro y algo más abajo. Vamos progresando satisfactoriamente en la subida. Cada vez hay menos nubes y siempre por debajo nuestro; arriba el azul del cielo es de una pureza casi mágica.
Por fin nos toca y atravesamos “la bolera” lo más rápido que podemos hasta el otro lado. El cable está algo alto y a penas lo utilizamos, yo creo que casi no lo llegué a tocar. Antes y después hemos visto caer algunas piedras no muy grandes pero si a gran velocidad ¡Que sería de alguno de nosotros si nada más la mitad de una de esas piedras nos impactara directamente! Ya estamos los cuatro en el otro lado y ya en la cresta directa de subida a Goûter. Antes de cruzar “la bolera” nos hemos puesto el casco por si alguna piedra nos daba en la cabeza, y subiendo por la cresta también lo llevaremos puesto. Aunque yo le he encontrado otra función al casco que no había pensado hasta ahora, y que la utilizaría más y me serviría más que si me fueran a caer piedras… Es recomendable el casco en la cresta y casi obligatorio ya que la caída de piedras del deshielo y de otras cordadas es constante. No es que sea una lluvia de piedras, pero nunca sabes si la única piedra que caerá ese día te puede dar a ti. Así que es mejor estar prevenido. Una caída en mitad de la cresta te puede costar la vida.
Ya estamos en la cresta de subida directa a Goûter. Vamos los cuatro juntos, yo voy el último. Cruzamos una zona de paredes verticales cruzadas por un cable de acero (esta vez no está oxidado) cogido a la pared con grandes “pitones” clavados en la roca viva. Cogidos al arnés un par de tiras de cintas se enganchan al cable por si resbalas, quedes cogido al cable; y cuando debas cruzar de un cable a otro o sortear uno de estos “pitones” siempre estés enganchado al cable mientras cambias algunas de las cintas. Más arriba, en un hueco horizontal, hay tirada una escalera metálica inutilizada y medio oxidada. Vemos más cerca el Refugio de La Aiguille du Goûter, arriba en lo alto, pero la cresta es larga. Seguimos subiendo por el filo de la cresta. Aquí ya no hay cables. Hay que trepar poco a poco; por suerte no es difícil y si muy entretenida, desde luego no te aburres. Pero el peso de la mochila hace que no encuentres tu centro de gravedad y dificulte el equilibrio. Hay un momento en que me separo un poco del grupo y subo por unos escarpes fuera del filo de la cresta; llega un momento en que me veo en apuros. Los agarres que hay hace que esté demasiado vertical y el peso de la mochila me tira hacía atrás. Me paro, no sé por donde ir, la pared es más vertical. La mochila parece que duplica su peso. Si no me muevo en seguida caeré hacía atrás y puedo dañarme seriamente. Rápidamente tengo que moverme y con pasos en el aire sin perder la fuerza del impulso, subo a otro sitio menos vertical y peligroso. El susto ha sido tremendo. Paro para intentar recobrar el aliento y para que mi corazón recobre sus pulsaciones habituales. Mis compañeros siguen subiendo. Quique y Fernando (que son más escaladores) van más adelantados, y Jesús, más retrasado, está más cerca de mi. Pero el susto y el cansancio van haciendo mella en mí. Ya no podré cogerlos. El paso irá más lento y esforzado para mí. Sigo subiendo y trepando; cada vez estoy más cansado. Antes, cerca de la escalera de hierro, a Fernando le ha dado un bajón de tensión (creemos) pero por lo bien que sube, parece que ya está recobrado. No tengo tiempo de mirar hacía atrás y admirar el paisaje, ni quiero. La cresta está llena de gente. Es increíble los montañeros que suben ¡¿Cabremos todos arriba?! Sabiendo como se pone el Refugio de La Aiguille du Goûter nosotros hemos subido dos buenas tiendas de altura (unos verdaderos chalets de la alta montaña). El día de llegada, no obstante, intentamos en un puesto de información turística conseguir el teléfono del alto Refugio de Goûter para reservar plaza. Después de “parlotear” en inglés con la chica que se encontraba en la caseta casi en la puerta del camping de CHamonix, me dice que no tiene el teléfono de allí y desistimos de encontrarlo decidiendo subir nuestras tiendas; que, aunque llevemos más peso, estaremos seguros de una comodidad casi mayor a la de dormir en un refugio más que abarrotado de gente, y tener que dormir, ya no solo en el suelo, si no bajo una mesa o bajo una estantería. Esa semana no cabía un alfiler en el refugio. Así también podríamos estar todo el tiempo que quisiéramos acampados allá arriba.
La subida me cansa cada vez más. No he comido casi nada en todo el día y el esfuerzo es considerable. Ya he perdido de vista a Jesús. Estoy “solo” en esta lucha en la que no me puedo fatigar ni echarme atrás. La nieve empieza a aparecer en el mismo recorrido de la cresta; señal de que estoy más alto y queda menos. A veces es hielo por las pisadas de la gente que pasa, y el temor a resbalar es mayor y la caída sería más grave ya que estamos a más altura en el precipicio de la cresta. Arriba el refugio resplandece al darle el sol en sus paredes metálicas. Da la impresión de que no avance, de que no llegue nunca arriba ¡Y parecía tan cercano y tan poca cosa! Que ingenuo he sido. ¡Dios! Estoy verdaderamente cansado y mis brazos cargados por tanto trepar y agarrarme, y la mochila pesa una tonelada. Mis compañeros están ya lejos de mí.
Debo pararme a descansar. No puedo más. Si no descanso no llegaré nunca arriba. En una repisa algo aireada y nevada junto a la cresta, me paro, apoyo la mochila en la pared y puedo medio sentarme. Los montañeros pasan a mi lado y siguen subiendo. Debo recobrar el aliento y recuperar fuerzas. Echo una mirada al paisaje y al vacío que me rodea, menos a mi espalda que está la pared y la cresta. Intento disfrutar del momento mientras descanso. La Aiguille de Bionnassay queda a la derecha, altiva, impresionante. Ahora veo totalmente la montaña como sus glaciares y hielos alimenten el glaciar de su mismo nombre. Abajo, en las profundidades y bajo la Aiguille de Bionnassay el Glaciar de Bionnassay con sus negras y alargadas grietas transversales. Estamos en el “país de los hielos perpetuos”. Es sobrecogedor y soberbio; aunque el frío se intensifica y hace que meta mis desnudas manos en el bolsillo de mi chaqueta.
De repente, de entre los montañeros que suben dejándome atrás, oigo a una pareja, un hombre algo mayor y un chico joven, más incluso que yo, creo. Hablan en un idioma que nunca había oído; es europeo pero ni alemán, inglés, francés, escandinavo, ruso… puede que sea del este europeo. Ellos verborreaban parados junto a mí y de repente el chico joven se acerca a mí, me salta y en el límite de la cornisa empieza a orinar sobre el corredor. El gran vacío está a pocos milímetros de sus pies y el chorro cae a varios metros hacía abajo. Yo estoy muy asustado, la cornisa es de apenas unas decenas de centímetros. Se me han puesto los “huevos por corbata” y casi debo cerrar los ojos o mirar hacía otro lado para evitar tener el vértigo del joven que además va sin asegurarse. Al rato termina, vuelve a saltar los pies y sigue subiendo junto a su compañero más mayor, y siguen hablando en su extraña y desconocida lengua, y siguen trepando hacía Goûter (en la bajada, después del Refugio Tête-Rousse, volveré a ver a este montañero, el mayor de los dos, que baja a mi paso). Mientras me restablezco del susto pienso que debo salir de allí, pienso, como muchas veces pensamos en la montaña: “¡¿Quién me habrá mandado venir aquí?! ¡¿Qué hago yo aquí con lo bien que se está en casa calentito y cómodo?!” Claro está, cuando cumplimos el objetivo, o bajamos de la montaña, terminamos la jornada de esfuerzos o estamos en nuestras tiendas acomodados, no pensamos así. Nunca nos llegamos a arrepentir realmente de hacer lo que hacemos.
He descansado algo; aunque mis fuerzas no están del todo reestablecidas. Empiezo a subir de nuevo. Poco a poco veo el refugio más cerca. Distingo una barandilla en una especie de balcón al vacío y las paredes que reflejan el sol en su chapada estructura metálica. Sigo pisando hielo-nieve, trepando y pasando las cintas y mosquetones de los cables de acero que ahora encuentro. Falta poco.
Estoy agotado. Ya no tengo fuerzas. Tras de mi viene un grupo pisándome los talones que van a mi paso por que no pueden adelantarme. Yo intento ir todo lo rápido que puedo. Justo después de mi viene una joven montañera con una larga cinta de vía ferratas. Miro de nuevo hacía arriba y descubro que ya me falta mucho menos, estoy a pocos metros y me animo enseguida. Ya, bajo la barandilla del refugio, veo a Fernando que está filmando mi llegada al refugio. Yo le insulto y le pregunto si me está filmando. Por fin subo la última rampa (que está adecuada para llegar bien y cómodo al refugio) y llego, apoyándome en la aireada barandilla, al Refugio de la Aiguille du Goûter, a más de tres mil ochocientos metros.
Agotado, aturdido e increíblemente cansado me reúno con mis compañeros en una esquina del refugio. Estoy muy cansado, casi no puedo hablar, respiro hondamente. Fernando me sigue filmando, yo solo tengo aliento para decir: “¡Vaya tela!” y me apoyo en la barandilla mirando el fondo del precipicio y observando a los pocos que quedan ya en la cresta de subida hasta aquí. A la vuelta del refugio yo me siento en una pequeña bancada. Son alrededor de las siete de la tarde. He empleado cerca de seis horas (de cinco y media a seis menos cuarto) en subir aquí. Fernando y Quique llevan aquí esperándonos ya media hora, Jesús algo menos. No puedo ni hablar. Saco ropa de abrigo y me la pongo como si estuviera a diez grados bajo cero. Hace viento. Mis tres compañeros suben una pequeña rampa de nieve para llegar a la cumbre de la aguja donde se encuentra la zona de campamentos para coger sitio. Yo no me puedo mover. Me quedo sentado descansando durante mucho tiempo, no sé, de media hora a una hora aproximadamente. Observo a otros montañeros y montañeras abrigarse y andar de acá para allá; yo no puedo ni moverme. Respiro profunda y rápidamente, parece que me falte el aire y hasta que no respire normalmente y me recupere del cansancio no subiré arriba. La vista desde el refugio es muy amplia aunque no me da tiempo a admirarla y tampoco tengo ganas ni ánimo. Veo la Aiguille de Bionnassay espléndida como un centinela dominando los valles de abajo (que realmente están muy abajo) y vigilándolo todo. Tiene, desde aquí, un perfil espectacular y elegante, pero ahora no estoy en condiciones de observar ni admirar nada. Miro al suelo y al frente donde hay otra parte del refugio, hasta que pueda recobrar el aliento.
El Refugio de la Aiguille du Goûter está en el mismo precipicio de la aguja, casi en el aire, da la impresión de que un fuerte viento se lo pueda llevar volando o que en cualquier momento pueda precipitarse en el vacío de repente. La parte central, donde está el comedor y los dormitorios, es de metal (muy buen material para recoger y guardar el calor que el sol proporciona cuando los rayos calientan sus paredes) otra parte (que parecen los aseos) es de madera y está algo separada del principal y hasta más aéreo incluso que ésta.
En la trepada no me calló ninguna piedra pero hice buen uso del casco, como he dicho anteriormente. Por culpa del peso de la mochila mi centro de gravedad hacía que me inclinara para mantener el equilibrio, con lo que mi cabeza chocaba cada “dos por tres” con las rocas que estaban enfrente mía en la cresta. Parece una tontería pero sin el casco algunos de los cabezazos podrían haber sido serios con graves consecuencias.
Parece que ya me he recuperado algo, y de todas formas quiero subir a donde están mis compañeros para que no me echen en falta y por si les tengo que ayudar a montar el campamento, aunque pocas fuerzas me quedan para moverme. Hay pocos metros de subida, y una vez arriba estás en el punto culminante de la Aiguille du Goûter. Justo en su extremo hay un lugar acotado donde aterriza el helicóptero que abastece al refugio, que casualmente lo vimos actuar ese u otro día, como se acercaba y aterrizaba el helicóptero a dicho lugar. Abajo en las cercanías de Tête-Rousse también vimos moverse otro helicóptero. Era como una mosquita en medio de una inmensa pared blanca en el escenario de los enormes seracs de la Aiguille de Bionnassay, que nos pareció gigantesco en proporciones con el pequeño aparato.
Al otro lado, desde la cumbre de la aguja, se abría un paisaje increíble, bellísimo, era el paraíso de hielo, nieve y picos altos, agujas angulosas, formidables torres infinitas en un macizo tan perfecto, enorme y grandioso como el del Mont Blanc. Se veía justo en frente la Aiguille du Midi con las Agujas de CHamonix, detrás picos y agujas con crestas como sierras puntiagudas, afiladas y cortantes de los que se descuelgan glaciares e inmensas regiones de blanca nieve y hielo grisáceo. La Aiguille du CHardonnet, la Verte, Les Droites, Les Courtes, Aiguille de Troilet… y más lejos lejanas montañas y macizos igualmente puntiagudos de inexpugnables paredes y picos blanqueados bajo un cielo azul intenso adornados con alguna nubecilla de algodón. Estaba boquiabierto. Nunca había visto paisaje igual. Nunca mis ojos contemplaron tal belleza montañera. Era un balcón al paraíso de las alturas. Una ventana a la inmensidad inconmensurable de la belleza del Universo, de la belleza de la Vida y la Naturaleza. Increíble. Me hubiera quedado horas contemplándolo. Allí, lejos, la Aiguille Verte seguía atrayéndome su esbelta forma, su pico coronado por un glaciar y rodeados por corredores verticales y agujas puntiagudas. Se veía bellísima desde aquí.
A pocos pasos de la misma aguja y en un falso llano se emplazaba el campamento de las numerosas tiendas que los montañeros montaban y ubicaban antes de las primeras rampas de subida hacía la Dôme du Goûter. La nieve, el frío, el hielo reinaba allí arriba. No habían rocas, piedras solo blancura cegadora a media tarde, y delante la subida interminable a la grandiosa y amplia vertiente oeste de La Dôme du Goûter.
Veo a mis compañeros que mientras yo descansaba, han allanado una parte de la pendiente junto a la senda de la aguja para plantar las tiendas. Mientras me acerco a ellos Quique me grita y reprocha mi actitud al no haberles ayudado a allanar. Yo igualmente le contesto que estoy “hecho polvo” y necesitaba descansar, que no me podía mover. Al final nos calmamos. Se va haciendo tarde. Sacamos nuestras partes de tienda y empezamos a montarlas en el lecho que mis tres compañeros han intentado hacer para ubicar nuestras tiendas en un suelo horizontal y cómodo, en las que finalmente pudimos establecernos.
El lugar verdaderamente parece una especie de “campamento” en el Mont Blanc. Hay tiendas esparcidas por todo el falso llano encima de la nieve que está sobre el hielo. De todos los colores, nacionalidades, formas, marcas… algunas se han rodeado de una pequeña murallita de bloques de nieve, como si fueran las paredes de un iglú derruido. Lo hacen para protegerse del viento ya que la zona baja de la tienda, donde el doble-techo se une al terreno con piquetas y las varillas, el viento puede introducirse por debajo y levantarlo, y hasta incluso arrancarlo de la tienda y volarse, si el viento es realmente fuerte (que no es raro en alta montaña). El doble-techo de una tienda es esencial ya que es la que protege a la tienda entera, aísla del viento, nieve, lluvia y calienta cuando hace sol. Hoy en día las tiendas de altura (iglús y demás tiendas que se suben y se utilizan por su forma, comodidad, peso y características a la alta montaña) se fabrican de forma que puedas resistir al máximo las inclemencias meteorológicas, y muchas en su doble-techo llevan un faldón en el que al plantarse sobre la nieve se puede cubrir y asegurar con la misma nieve, medio enterrando el faldón de forma que el viento ni cualquier otro meteoro puedan colarse bajo éste y entrar en la tienda. Nosotros nunca habíamos probado dichos faldones y no teníamos demasiada fé en su eficacia, pero esa noche y al desmontarlas nos convenceríamos de todo lo contrarío.
Hemos terminado de montarlas. La Ártica que ocupamos Fernando y yo ha quedado un poco coja, pero la Ferrino de Quique y Jesús parece que no ha quedado mal. Nos metemos cada cual en su tienda. Nos cambiamos la ropa sudada y preparamos la de mañana para la subida al Mont Blanc. Fernando tiene hambre, tenemos hornillos y cargas de gas, sopas y demás alimentos pero mi estómago se ha cerrado. No me entra nada. Fernando parece que se asombre al ver que no tengo hambre después del esfuerzo realizado hoy y de no haber comido casi nada en todo el día. Le doy unos mordisquitos a un salchichón y como algunos frutos secos, pero al poco tiempo no me entra nada más. Yo le digo a Fernando que si el tiene hambre y quiere prepararse algo, que adelante; pero al ver que yo no iba a cenar le “corto el rollo” y no se prepararía la cena.
Tenemos sed. No tenemos apenas agua. Podemos calentar y derretir nieve para beber agua y llenar las cantimploras echándoles pastillas potabilizadoras que también llevamos. Pero decidimos bajar al refugio y comprar allí el agua; seis botellas. Fernando o Quique creo, uno de los dos o los dos, bajaron a por el agua y al entrar al refugio vieron una masa de gente apiñada en el suelo, por todos los rincones intentando dormir, con un olor nauseabundo y un ambiente fuertemente cargado. Nosotros en nuestras buenas tiendas estábamos mucho mejor que la mayoría de esta gente. Por fin suben el agua que repartimos y que han comprado a precio de oro, algo así como de seis a nueve euros la botella de litro y medio. Nos “cagamos” en todos los franceses por aprovecharse de nuestras necesidades. Supongo que si hubieran sido alemanes, ingleses o de cualquier otro país, también nos hubiéramos puesto y dicho lo mismo sobre ellos.
Está atardeciendo. Yo solo quiero meterme en mi calentito saco y dormir, descansar y mañana dios dirá. Nuestros vecinos (Quique y Jesús) se comunican con nosotros a veces sin levantar demasiado la voz, y oímos perfectamente sus conversaciones en el interior de su tienda al igual que ellos nos oyen a nosotros.
En un momento abrimos la puerta de la tienda que da hacía el Valle de CHamonix y hacía el resto del macizo del Mont Blanc. El paisaje es increíble, me quedo hipnotizado, entusiasmado, maravillado… cientos de sensaciones y emociones recorren mi espíritu. Hace frío, el sol ya no calienta ni ilumina lo suficiente. También el viento empieza a hacer acto de presencia pero no demasiado fuerte. Llamo a Fernando que se asoma con su cámara de video para filmar algo lo cual nos da la impresión nunca volveremos a ver cosa igual. Los dos alucinamos: Ya no quedan nubes, han desaparecido, y el ocaso ha enrojecido las rocas y piedras de la Aiguille du Midi que tenemos enfrente y otras agujas y montañas de alrededor. Otras se ensombrecen al estar al amparo de aquellas más altas, y sus sombras recortan el cielo aún azul y claro un poco oscurecido, solamente. Se ven perfectamente y claramente los recortes de las crestas y pequeñas agujas entre la Aiguille Verte y Les Courtes. Increíble. La nieve y los glaciares tienen un tono marfil, y los que están ensombrecidos tienen un tono azulado que hacen que la montaña aparezca como indómita y prohibida. Estuvimos mucho tiempo observando este atardecer como si fuera el último que fuéramos a ver; y en realidad, sin saberlo, sería el último que viéramos desde allí. Creo que no he visto ningún atardecer con unas vistas como aquellas en todas las montañas que he llegado a ver. Quizás es el lugar, las impresiones que hemos tenido en este viaje desde que llegamos aquí, no sé… Solamente el mero hecho de poder disfrutar media hora de este espectáculo merece la pena llegar hasta aquí como he llegado. No hay palabras. Debo cerrar la tienda y echarme a dormir. Mañana queremos intentar el Mont Blanc. Yo no me veo con fuerzas ahora, pero después de descansar y dormir puede que me haya recuperado lo suficiente. No lo sé. Ahí fuera queda ese paraíso helado de las alturas, con sus tonos de colores y cumbres de leyenda que duermen y esperan el nuevo día. Abajo en el valle se encienden las luces de casas y farolas. Se distingue CHamonix que con sus luces ya encendidas quedó en sombra hace tiempo. La sombra de las Agujas Rojas a oscurecido el Valle de CHamonix y parece que el macizo para su pasiva actividad para dormir, para descansar y pasar la noche.
Aún no es de noche pero ya me he metido en el saco, calentito; siento lo bultos de la nieve endurecida debajo de mí. Fernando también se acuesta. El viento no para, todo lo contrario, parece que va a más pero intentamos dormir con el susurro y el empuje del viento. No sé como me levantaré mañana. Cierro los ojos y espero al duende del sueño.
En medio de la oscuridad abro los ojos. No puedo quedarme dormido. El viento es muy fuerte ahora y al topar con nuestra tienda la empuja con mucha fuerza. Se oyen los “vientos” moverse y golpear contra el doble-techo, suerte que los más flojos los hemos atado a nuestros piolets y clavados en la nieve. Aún así el viento es cada vez más fuerte y no me deja dormir. Noto que a Fernando le ocurre lo mismo que a mí. Solo puedo mirar hacía el oscuro techo de la tienda y aguantar los ruidos, empujones y silbidos que el viento provoca en nuestra tienda. Pero el viento poco a poco aumenta su fuerza. Ahora es muy fuerte, ya no es la molestia de los ruidos que provoca el viento y el fuerte batir del doble-techo contra todo lo que le rodea, es que ahora el viento es tan fuerte y estruendoso que llega a doblar la tienda hacía adentro. Ya no es que la mueva sino que ahora consigue doblar las varillas. Yo observo asombrado el hecho que junto con el ruido y el bamboleo de la tienda me parece estar metido dentro de una especie de coctelera con el suelo fijo. A veces da la impresión de que todo va a salir por los aires, de que el viento arrancará la tienda con nosotros dentro y rodaremos glaciar abajo hacía CHamonix. Aún no es medianoche y el viento llega a ser mucho más fuerte. Estoy asustado, asombrado también por como estaba aguantando la tienda, pero muy asustado. En aquellos momentos me acordé de cuando se les rajó y rompió alguna varilla de la tienda que Manolet, Fernando Rovira y Francisco Martínez intentaron plantar una tarde en este mismo lugar. También pensaba a que aún a malas, si la tienda desaparecía, era destrozada por el viento y se hacía inservible, podíamos coger nuestras fundas de vivaque y dormir sobre la nieve, ya que nuestros sacos eran muy buenos para dormir a muchos grados bajo cero.
La tienda, a veces, se dobla tanto que saco una mano e intento aguantar la varilla del lado que se dobla para que no se rompa. Estoy asustado y preocupado, el viento no deja de arreciar y sigue empujado y doblando la tienda y las varillas de mi lado. Parece que cada vez se doblen más, es imposible que aguante mucho más y pienso que enseguida cederá y se romperá. No queda mucho tiempo más. Fernando que está al lado mío pero pegado a la parte de la tienda que no recibe el empuje del viento y por tanto no se dobla, me susurra: “Terrés, estoy cagado”, “y yo también” le contesto sinceramente. Me estaba desesperando esta situación. No paraba de soplar, empujar, doblar, zarandear… éramos un juguete impotente en manos de un bebé gigante. Estábamos a merced de este huracanado viento que no paraba ni un instante de soplar y soplar. Pasaban los minutos que a mi me parecían horas, y luego la horas que a mi me parecían días. El viento en vez de aflojar, arreciaba y se fortalecía. Llegaba un momento que con tal ímpetu soplaba y empujaba el viento la tienda que llegaba a doblarla de tal forma que las paredes y casi el techo empujado, llegaban a inclinarse a pocos centímetros de mi cara. Era algo espantoso, estaba asustado de verdad, muy asustado, era imposible que aguantara tanto la tienda. Era algo horrible; yo sacaba las dos manos e intentaba de nuevo aguantar las varillas y la pared de la tienda haciendo realmente fuerza, pero el viento tenía más fuerza, era algo increíble. Yo me cansaba al poco rato. Fernando no hacía nada; se quedaba mirando impasible y terriblemente asustado como parecía que se venía la tienda abajo. Así pasamos del lunes al martes. Sin poder dormir ni descansar y tan asustados como en una barcaza doblando el Cabo de Hornos en plena tormenta.