Ya era madrugada y el viento no paraba en su fuerza, en su empuje. Dentro de lo malo llegó un momento en que la fuerza no fue a más pero tampoco a menos. Después de muchos minutos mis manos y brazos estaban “helados” al tenerlos fuera del saco, y decidí dejar la tienda y “que sea lo que dios quiera”. Cansado y frío me cierro el saco casi al máximo y dejo hacer al viento. La tienda sigue doblándose hasta que llega a tocarme la nariz aún estando acostado completamente en el suelo. Ya no sacaba las manos pero seguía tremendamente asustado. A pesar del tiempo que el viento arreciaba la tienda parecía aguantar; a mi me parecía un milagro, pero el misterio se resolvería cuando desmontáramos las tiendas y la razón de ese aguante la conociéramos.
El viento aflojó un poco, pero muy poco, y me di cuenta que también llegaba un ruido de nieve endurecida en pequeñas partículas que chocaba contra nuestra tienda a un modo acompasado. Yo me extrañaba ¡¿Qué podía ser?! Luego reconocí, después de unos minutos oyéndolo, ya que venía acompañado de un ruido como de pisadas en la nieve que desprenden algo, que era exactamente eso, pisadas de las diferentes cordadas de montañeros que venían del Refugio de la Aiguille du Goûter y se dirigían al Mont Blanc. Serían alrededor de la una, dos de la mañana. Me tranquilicé un poco al comprobar que todo marchaba como si nada. Pensé si esto no sería normal aquí arriba en esta aireada aguja, estábamos a merced de los vientos de tres puntos cardinales. Pero uno no está acostumbrado a estas experiencias tan extraordinarias en la montaña; claro, nunca habíamos estado en montañas como éstas. Oyendo a la gente marchar pensaba que nosotros debíamos de haber salido a esa hora, ya que en alta montaña se sale muy de madrugada para encontrar la nieve en buenas condiciones (endurecida por el frío de la noche) y así es menos probable que si hay que cruzar por puentes de nieve sobre grandes grietas, éstos se hundan a nuestro paso. También es cierto que durante la jornada el mal tiempo viene a partir del mediodía y así se aprovecha la madrugada y la mañana de buen tiempo. Pero ¡¿Quién de nosotros tenía fuerzas, ganas o voluntad para salir y empezar a andar?! Ninguno. No habíamos descansado ni dormido nada absolutamente y así pues decidimos seguir acostados (ya que era casi imposible dormir) y descansar algo e intentarlo más tarde, sobre las siete de la mañana. Esto lo estuvimos hablando y decidiendo con los habitantes de la otra tienda, y nos pusimos las alarmas a las siete de la mañana.
Llegó un momento en que, extrañamente, nos acostumbramos al sonido y el bramar del viento. Estábamos más relajados pero sin conseguir dormir del todo. Mirando hacía la pared de la tienda que el viento empujaba me daba cuenta de algo. Ya que no podía dormir, vigilaba acostado esa parte de la tienda por si una ráfaga de viento muy fuerte desprendiera el doble-techo. Entonces observé una línea casi a ras de suelo que por momentos iba elevándose poco a poco y una tenue luz atravesaba al otro lado de esta línea. Al principio no sabía que podía ser aquello ¿Algún efecto del viento? No lo sabía. Al tiempo de observarla podía ver como una especie de visillo se moviera, como si esa línea se moviera contra la tienda a la vez que las envestidas del viento… Al momento comprendí y creí que era el doble-techo que se habría desprendido del suelo helado por aquella parte de la tienda por el fuerte viento, y que poco a poco por la insistencia del fuerte viento iba desprendiendo el doble-techo de la tienda. Me quedé paralizado y horrorizado al pensar que verdaderamente se nos iba el doble-techo, que se estaba desprendiendo de la tienda.
En un acto reflejo aún pensando en mi cansancio, en el fuerte viento, en el frío terrible y en que unas horas más tarde nos debíamos levantar par iniciar la ascensión al Mont Blanc, avisé a Fernando que intentaba dormir: “el doble-techo se está volando”. Le digo tranquila pero decididamente. “Voy a salir para cogerlo y ver como está la tienda”. Fernando asintió y yo me vestí con el “traje” de alta montaña. Por la gravedad del asunto fue como si me entrara un valor extraño y no me diera pereza salir.
Una vez fuera cerré las dos cremalleras de la tienda y me encontraba en mitad de la noche bajo una increíble bóveda de estrellas y un fortísimo viento que llegaría a sacar mi alma y arrebatar mis pensamientos, además era increíblemente gélido, pero debajo de mi “armadura” de omnitech de mi chaqueta Columbia y del Thermolite y Textrem de mi peto Solo Climb no pasaba ni chispa de frío, viento o humedad. Pude observar a una luna que daba la impresión de que brillaba más de lo normal y su reflejo en la blanca nieve hacía que todo se viera perfectamente. Me acerqué hacía la caída del glaciar en dirección contraria a la cresta de la aguja y mirando hacía las pequeñísimas y abundantes luces de CHamonix allá abajo en el valle. Me alejé un poco de las tiendas para poder orinar. Aquella parte era el “retrete” del campamento.
Después me acerqué a las tiendas para comprobar la mía. Junto a la nuestra había otra especie de tienda. Una tienda como si se le hubiera roto las varillas y solo fuera un trozo de lona de plástico sobre el frío suelo de nieve. Solo una curvada y corta varilla daba la impresión de que resistía de pie. Aquel doble-techo no paraba de bailar al son de las embestidas del viento. Pensaba que si había alguien dentro lo debería de estar pasando mal, verdaderamente mal. Dos grandes mochilas presionaban contra el suelo el límite del doble-techo que no tenía varillas para que no se volara, pero aún así entre las dos mochilas, el espacio que se abría de doble-techo, revoloteaba espasmódicamente. De repente, como si uno de los inquilinos de la maltrecha tienda me oyera andar por ahí fuera, saca medio cuerpo y un brazo e intenta mover una de las mochilas. Me ve y me grita: “The bag, the bag…” o algo así. Yo comprendo y le ayudo a mover la mochila para colocarla muy acertadamente para que el viento deje de mover el doble-techo. Este montañero me dio las gracias y una vez se internó en su tienda coloqué mejor la mochila que quedó tan bien colocada que ya no se movía el faldón del doble-techo. Un pensamiento me recorrió la mente: “yo me preocupaba por lo que tenía y al lado estaban mucho peor que nosotros”. Me tranquilizó al ver que aún estando peor seguían resistiendo como si nada, y al ver el resto del campamento tranquilo y en pié pensé que todo estaba bien y aquello era algo normal. Mi desesperación se apaciguó y mi sosegada tranquilidad volvió a mí. Observé nuestra tienda: era increíble, estaba perfectamente montada, no tenía ningún viento suelto, ni el doble-techo se había volado e incluso la forma de la tienda se mantenía derecha. Pude ver la línea, la sombra que veía desde dentro de la tienda. Miré hacía el lado contrario y vi la luna algo baja sobre las montañas lejanas ensombrecidas por un azul oscuro y brillante reflejo de la magnífica luna que había aquella noche, y comprendí que aquella línea de sombra estaba producida por la sombra de la cresta de la aguja que se elevaba según iba bajando la luna. ¡Vaya susto! Todo estaba muy bien. Hacía una noche espléndida. La luna iluminaba las rampas de subida a la Dôme du Goûter y todas las montañas nevadas de alrededor. Seguíamos estando en el “paraíso helado”. Las piquetas como los piolets que aguantaban la tienda seguían en su sitio, y el faldón del doble techo no se había movido ni unos milímetros. Todo estaba perfectamente bien. Volví a entrar a la tienda. Le informé a Fernando de cómo marchaba todo y me metí rápidamente en mi calentito saco, mucho más tranquilo, para intentar dormir de una vez aquella noche.
Al poco tiempo observé una claridad mientras dormitaba sin conseguir un sueño perfecto. “Parece que empieza a amanecer”, pensé, y mientras, el viento dejaba de ser tan fuerte pero no llegaba a calmarse para nada.
Cuando por fin mi castigada mente pudo dormirse y descansar fue cuando sonó la alarma de los despertadores. Eran las siete de la mañana. En la otra tienda, la de Jesús y Quique, también sonó el despertador y al poco rato se sintió algo de movimiento en la misma. Fernando gruñó: “¡Ahora que por fin había cogido el sueño y me estaba quedando dormido, suena el despertador!”. Es verdad, no habíamos dormido nada de nada aquella noche. Ni si quiera descansar como dios manda. Yo no sabía que pensar ni que hacer. ¡¿Cómo iba a subir la montaña con la paliza que me di ayer y sin haber descansado nada?! Creo que en aquellos momentos no quería pensar en el sufrimiento que me podría ocasionar el intentar el Mont Blanc aquel día. Solo quería pensar en subirlo o en intentar subirlo. Realmente mi mente no estaba ensombrecida por el esfuerzo del día anterior ni por la malísima noche que habíamos pasado. Tampoco es que estuviera súper animado y eufórico pero pensé en subir el Mont Blanc (o al menos intentarlo) como el que se levanta para ir a trabajar. Se estaba muy calentito en el saco y sabía que a partir de ahora seguro que podría dormir, pero debía levantarme y hacer lo que había venido a hacer. Casi por obligación.
Desde la otra tienda Quique preguntaba si queríamos subir, si teníamos ganas de subir hoy arriba. Yo le dije que sí. Que se prepararan y desayunaran rápido que se hacía tarde. De nuevo tenía el estómago cerrado y no tenía hambre, pero sabía que tenía que comer algo. Pero no me entraba nada y no sé si llegué a darle un bocado a algo. Fernando, de nuevo, se sorprendía: “¡¿No tienes hambre?!”. Y creo que por mi culpa (al no preparar un buen desayuno) Fernando no comió lo suficiente, aunque algo más que yo seguro.
Alrededor de las siete y media nos pusimos en marcha. Alguien comentó algo de que si realmente nos veíamos en la posibilidad de llegar arriba. Yo contesté que no me preocupaba. Que echaría a andar hasta donde pudiera. Era triste pero real el pensar que después de tantos planes, preparativos, entrenamientos, ilusiones… no pudiéramos llegar a hacer cumbre en este día que era el idóneo. Pero en fin, resignación; en la montaña esto ocurre muy a menudo. Creo que entre nosotros había un espíritu o un temor ya asumido de fracaso, pero aún así, seguíamos adelante. Hasta donde nuestras fuerzas nos llevasen. Jesús dijo algo muy animado que reafirmaba el “éxito” del viaje: “Yo ya me siento complacido con haber llegado hasta aquí”. Quique afirmó también lo mismo. La verdad es que el haber llegado a la Aiguille du Goûter ya era una aventura de la manera en como habían transcurrido las jornadas. Al final yo también me sentía contento por haber llegado hasta allí y… ¡Que demonios! Aún quedaban muchos días y viajes, y aventuras, y no sería la última vez que pisaríamos los Alpes.
Por fin emprendemos la subida los cuatro. El día era espléndido. Increíblemente soleado sin una nube y con un cielo azul maravilloso y unas vistas increíbles. Desde luego, mejor día no podíamos elegir. Eso sí, el frío era bastante notable en aquel lugar. Por la noche y la mañana la nieve estaba totalmente congelada y muy dura. No sé a cuantos grados bajo cero podríamos haber llegado, pero de siete a diez calculábamos, y con la fuerza del viento la sensación de frío podría rondar de quince a veinte bajo cero o menos.
Después de sortear algunos pliegues de la cresta y alejarnos de la punta de la Aiguille du Goûter, empezaban las interminables palas de subida a la Dôme du Goûter. Miguel Ángel Sala ya me había hablado de esta subida: “Paciencia, mucha paciencia, es largo y no hay que desesperarse. Con un buen ritmo sin cansarse, llegas arriba”. Bueno, la paciencia y la tranquilidad era mi especialidad, así que, adelante. Empezamos a coger las primeras rampas y yo miraba hacía arriba. Se veía a mitad de subida algunos puntos negros o de colores que eran montañeros que subían (o ya que bajaban) y yo pensaba tranquilamente, sin alarmarme: “será larga y pesada”. Pero seguimos adelante y un paso más sería un paso menos para acercarnos al Mont Blanc.
No estábamos ni en la mitad de la subida a la Dôme cuando el cansancio empezó a hacer acto de presencia. A Fernando le dio un mareo, una especie de bajada de tensión y debíamos parar hasta que él se recuperase. Quizás en ese momento en la mente de Fernando se le acumulaban pensamientos que le impedían seguir adelante. Aunque su cuerpo estaba fuerte, su organismo no resistía tal paliza y su mente tampoco estaba tranquila. Puede ser (como es mala costumbre) que empezáramos con un ritmo demasiado fuerte. Así que decidimos ir más lentos. Jesús y Quique irían primeros, y algo más detrás Fernando y detrás yo para subir al paso de Fernando.
Él estaba muy desanimado. Empezó a parar demasiadas veces (cosa que yo, internamente, agradecía) y a decirme que no podía más, que se tenía que bajar, que no se veía capacitado para estar allí. Yo casi no le hacía caso para que así siguiera hacía arriba y también le decía que estábamos ya muy cerca, que poco a poco y a un buen paso se llegaría y que no se preocupara que iba con nosotros. Al cabo de un tiempo me puse yo delante y el iba al “rebufo” mío para que se cansara menos. Pero no paraba de lamentarse y de quejarse. Al final comprendí que era inútil luchar contra ello; a Fernando se le habían metido esas malas ideas en la cabeza y su cuerpo tampoco funcionaba bien. ¡Que verdad! es aquel “dicho romano”: “Mens sana in corpore sano”. Si tu mente anda revuelta o aturdida por malos y perjudiciales pensamientos, tu cuerpo lo nota funcionando a un porcentaje mucho menor o no funcionando como debería de funcionar. Al final tuve que decirle a Fernando: “Mira, vamos a llegar a la cumbre de la Dôme du Goûter y una vez allí, según como estés decides bajarte o seguir hacía arriba ¿vale?”. Ya no quedaba mucho y Fernando accedió.
Después de infinitas rampas e interminables zigzags pudimos coger la pala final que nos llevaría a la redondeada y apacible cumbre de la Dôme du Goûter. Seguía haciendo viento, pero ya no tanto. Por fin ya arriba, descansamos para decidir, ver como estábamos, ver lo que nos quedaba y para que Fernando aclarara sus intenciones. Desde allí arriba veíamos la cresta de cuatro miles que desde la Aiguille du Midi llega al Mont Blanc: el Mont Blanc du Tacul y el Mont Maudit. Estábamos a unos cuatro mil trescientos metros y las vistas eran magníficas. Delante nuestro, como un gigante dormido atacado por multitud de hormigas que suben y bajan por su falda, el Mont Blanc. Con una pequeña caseta bajo de él: el Refugio Vallot. Era impresionante y me pareció mucho más alto y lejano de lo que yo esperaba encontrarme desde aquí. Nunca había estado a tanta altura aquí en la Dôme du Goûter y llevábamos algo menos de la mitad de subida al Mont Blanc desde la Aiguille du Goûter, aproximadamente, pero aún nos quedaban los tramos más empinados y la temible cresta final. El día era magnífico. Estábamos maravillados por el día tan bueno y claro que hacía.
Tuve que sentarme junto al sendero excavado en la endurecida nieve por el continuo pisar y pasar de los montañeros camino del Mont Blanc o bajando de él. La subida había sido dura y mi respiración era profunda y seguida como si me faltara aire o quisiera recuperar todo el aire, el oxigeno quemado y gastado durante la larga y fatigosa subida aquí arriba. Fernando cogió la cámara y filmó un momento; sobre todo la imponente masa de hielo, nieve y rocas del Mont Blanc. Pero había que hablar, teníamos que ver lo que Fernando quería o podía hacer y había decidido. Entre sollozos y maldiciones Fernando nos decía que no podía seguir adelante. Algo le impedía seguir. Podía ser el cansancio y la fatiga junto con el gran desgaste que llevaba él, como nosotros. Podía ser el miedo a que le ocurriera algo allá arriba y no pudiéramos rescatarle después de ver los mareos y bajones de tensión que le dieron al subir aquí o a la Aiguille du Goûter. No sé. Fueron muchas cosas las que le pasaron por la cabeza y pienso que si realmente su mente estaba intranquila, hizo lo mejor que podía hacer.
La despedida fue amarga y deprimente. Ninguno de los tres (aunque ninguno lo dijera) queríamos bajarnos con él acompañándolo para que no estuviera solo. Aunque sabemos que en estos casos lo mejor es acompañar a la persona para animarle, ayudarle y que sepa que puede contar contigo. Pero los tres queríamos subir el Mont Blanc o al menos seguir adelante e intentarlo, era ahora o nunca (nos parecía pensar). Fernando lo comprendió y entendió, y no quiso que ninguno de nosotros le acompañáramos y que siguiéramos adelante. Entre sollozos y algunas lágrimas vimos como se alejaba Fernando por el mismo sitio que había subido. Entre nosotros nos daba lástima que teniendo todas las condiciones favorables para subir hoy, él no pudiera subir. Daba pena la amarga resolución. Quizás en un rinconcito de nuestro interior nos decía que, o subíamos todos o ninguno; pero había que ser realistas, no preocuparnos y seguir adelante. Ya habrá muchos días por delante para que Fernando pudiera volver y subir por fin el Mont Blanc, como le han ocurrido a tantos otros. Lo siento Fernando, subiremos el Mont Blanc por ti, estarás con nosotros allá arriba.
Ya ha pasado algo de tiempo. Quique nos sugiere o más bien nos manda seguir ya que se hace tarde. Yo creo que aún no me he recuperado del cansancio, más bien me daba la impresión de que mi cansancio era tal que no me recuperaría en todo el día de hoy; pero bueno, ahora es una descansada y tenue cuesta abajo hasta llegar al pie del promontorio donde se encuentra el Refugio Vallot, antes también de un corto y espacioso llano; el cual vendrá muy bien para descansar el cargado paso que llevan los músculos de mis piernas de tanto tiempo subir hacía arriba.
Ya empiezo a subir las empinadas y zigzagueantes rampas hacía el Refugio Vallot. Siguen avenido montañeros que pasan, suben, bajan junto a mí. Me paro muy a menudo por el cansancio. Cada vez se empina más y yo paro más veces para recobrar el aliento. Por fin llego al citado refugio, a lo más alto de la loma en la que está ubicado. Jesús y Quique me esperan. Van mas aventajados que yo, parecen menos cansados y sufridos que yo. No nos da tiempo a inspeccionar el refugio ni la cabaña que hay un poco más abajo y que es un mirador hacía el resto del macizo. El refugio es todo de metal y no muy grande pero no llegamos a descubrir donde se encuentra la puerta para entrar. Al fondo se ve el magnífico Mont Maudit con su cumbre terminada en un pequeño pináculo de afilada punta. Los extensos glaciares siguen abriéndose ante nuestros ojos con sus rimayas, grietas y abundante y ondulante nieve. Estamos en otro mundo, otra dimensión, otra “altura” a la conocida… El frío ya no es tan intenso como a primera hora de esta mañana y el viento parece calmarse. El sol se levanta esplendoroso. ¡Que día tan magnífico! No me da tiempo a descansar del todo. No me he sentado. Me he quedado de pie y al poco de llegar Quique impera seguir adelante. ¡Nunca podré descansar como es debido hoy!
La parte que toca ahora empieza con un falso llano, luego una suave pendiente que se va inclinando hasta convertirse en una de las rampas más inclinadas de la subida al Mont Blanc (si es que no es la más empinada), terminada en una pequeña loma bien diferenciada. Dejo que Jesús y Quique se adelanten. Yo intento descansar un poco más y luego sigo tras ellos a una distancia evidente. Aquí el esfuerzo, aunque ayudado por el suave incremento de la pendiente, es mayor. Las rampas de caída son más vertiginosas. Allá abajo nada más hay grietas y hielo, y en esta parte un resbalón podría ocasionar una caída, casi imparable de algunos cientos de metros (si es que antes no te ha tragado una gigantesca grieta, o te has golpeado contra algún pequeño “penitente” de hielo, con el borde de una grieta…), la verticalidad es bastante considerable, además la nieve está muy endurecida, solo hay una fina capa de nieve granulada que no te pararía en absoluto, todo lo demás es hielo; eso sí, un hielo al que se clavan perfectamente los crampones, aunque no tanto la punta del piolet que aquí me sirve de bastón. Empiezo a tener calor, bastante calor. Me quito el gorro de thinsulate y me bajo la cremallera de la chaqueta hasta el cierre de la mochila, y debajo también me abro el forro polar y bajo algo su cremallera para que salga el calor. Quizás más adelante debía de haberme quitado el forro polar pero no quería ni me lo quité. Podría ser que el viento más arriba arreciara y el frío fuera más intenso. También, y en caso de accidente, llevábamos puesto un arnés con un mosquetón de seguridad y un ocho correspondiente por si (como le habían dicho a Tomás allí mismo) en caso de accidente la subida al helicóptero de rescate sería más fácil y en esos casos toda ayuda, por pequeña que sea, es imprescindible e insuficiente a la vez. También llevábamos un cordino de 6 o 7 milímetros por si nos encordábamos en la cresta final y poder subir en ensamble. No es que sea muy seguro y no evitaría una caída pero la probabilidad de parar o salvarse o incluso de prevenir dicha caída, son mayores. Para terminar dentro de la mochila llevábamos también la funda de vivaque. Por si en caso de accidente o de que tengamos que pasar la noche allí, nos sirva (al menos algo) de manta para guardar el calor y no helarnos o sufrir una hipotermia. Yo ya conocía las funciones de la funda de vivaque, no te da calor pero te aísla del frío y la humedad del exterior, y evita que pierdas algo de calor. Haría dos semanas tan solo que Jesús Santana y yo tuvimos que vivaquear con los medios que teníamos por hacerse de noche, no llegar al Refugio de Estós y no conocer el camino de vuelta bajando del Perdiguero (3.222 mts., Pirineos) por otro camino diferente al de subida. Estaríamos alrededor de mil cuatrocientos metros y esa noche bajó la temperatura cerca o debajo de cero grados. Yo por suerte tenía mi funda de vivaque donde me metí, pero Jesús tuvo que meter las piernas en mi mochila (que era más grande que la suya) después de haberla vaciado para poder pasar la noche “medio bien”. ¡Nunca se me olvidará aquella experiencia, aquel viaje que hicimos los dos solos!
Por fin llego a la loma de arriba. Esta vez mi paso lo he cambiado dando pasos muchos más cortos, sin apenas esfuerzo o movimiento y muy pocas o casi ninguna parada, de forma que llego arriba más descansado y menos sufrido, menos cansado que en las rampas empinadas anteriores. Aquí arriba, en un falso llano, me esperan Quique y Jesús. Quique al advertir mi llegada se apresura a hacerme una magnífica foto con el Valle de CHamonix y las Agujas Rojas como fondo. Nos sentamos a descansar. Noto que Jesús también está muy cansado, casi tanto como yo (pero no tanto). Nos quitamos las mochilas y nos sentamos-tumbamos encima de ellas. De repente experimento al quedarme quieto, relajado y casi tumbado un sueño y unas ganas de dormir casi sobrenaturales. Nunca había sentido este sueño incurable e increíblemente persistente. Era cerrar los ojos y sumirme en un sueño placentero, hipnotizante, embriagador y casi irreprochable. En cualquier postura, en cualquier lugar, en cualquier circunstancia, era como una enfermedad. Luego ya aquí, tiempo más tarde, mis compañeros del Centro me informaron sobre el “sueño de altura”, y era ese sueño causado por la inadaptación de tu cansado cuerpo a la altura ayudado por la mala y nada descansada noche anterior. Jesús, como yo, se quedaba dormido nada más cerrar los ojos. Estaba en mi misma situación. Sin embargo Quique se encontraba súper fuerte; allí de pie mirando como nos envolvía y dominaba el “sueño de altura” decidió seguir el solo hacía arriba ya que se encontraba muy bien, no quería perder su ritmo ni enfriarse. Así pues salió solo diciéndole que Jesús y yo saldríamos algo más tarde, después de descansar un poco.
Era increíble. No podía cerrar los ojos. Se me cerraban solos y una vez cerrados me dormía como si un hipnotizador chasqueara los dedos cayendo desplomado. Pero al cabo de un corto tiempo pensé que si terminaba durmiéndome nunca llegaría a subir hoy el Mont Blanc, ya que parecía que el sueño era muy, muy intenso y me quedaría mucho tiempo dormido. Así pues le dije a Jesús que yacía junto a mí con los ojos cerrados: “Jesús, vamos arriba que si nos quedamos aquí nos quedaremos dormidos”, y Jesús, aún con los ojos cerrados y tumbados me dijo que de acuerdo; y haciendo otro esfuerzo para espabilarnos del todo nos levantamos y arreglamos nuestro equipo. Estamos muy cansados y no tenemos el paso ni los movimientos firmes y decisivos, por ello le propongo a Jesús de encordarnos por si acaso, para ir más seguros (aunque después pensando detenidamente, si uno de los dos hubiera caído, el otro no hubiera tenido la fuerza suficiente para pararle. Por suerte no ocurrió nada para despejar la duda…). Jesús accedió, le pareció buena idea. Entonces yo iría delante y tres o cuatro metros tras de mi Jesús, unidos por un cordino. Realmente no teníamos mucha idea de atárnosla y pasarnos la cuerda sobrante alrededor del cuerpo. Viendo las fotos, si hubiera caído Jesús, probablemente podría haberme terminado ahorcado en el tirón de la cuerda… Por suerte no ocurrió nada. También es un poco exagerado y realmente podría haberme desenredado y no hubiera ocurrido nada.
Vemos lo que queda hasta la cumbre. Nos hacemos fotos. No parece muy difícil ni empinado, con un paso lento, corto pero seguro llegaríamos y avanzaríamos pacientemente. La nieve empezaba a ablandarse en algunas zonas, en otras seguía dura como el mismo hielo. Un pequeño aeroplano sin motor, o como se llame, rondaba la cumbre y las cercanías al sur del Mont Blanc como un águila acechando a su presa. Empezamos la marcha cruzando una pequeña y nada peligrosa cresta con un pequeño paso algo aireado pero nada peligroso ni asustadizo para un experimentado montañero, que terminaba en una rampa no demasiado empinada y constante. Pasamos junto a un montañero tumbado en la misma senda, mirando hacía adelante, como si mirara al que pasara, como si me mirara. Quizás pensando que me estaba mirando y observando me paré para esperar a que se apartara un poco y nos dejara pasar. Pero al ver que no se movía creí que tenía el “sueño de altura” y tras sus gafas de sol tenía sus ojos cerrados sumido en un placentero y profundo sueño. Pasamos junto a él, casi pisándolo ya que debíamos reservar las máximas fuerzas con la “ley del mínimo esfuerzo” para poder alcanzar nuestro objetivo, y ni se inmutó. Es más, le estuve observando mientras pasaba junto a él y no movió un dedo. Verdaderamente al pobre montañero lo había capturado el “sueño de altura”. La subida encordados no se le hace muy fácil ni cómoda a Jesús, ya que cuando él está bien y descansado, yo me paro y debe parar tras de mí, y cuando yo estoy bien, descansado y decido seguir, Jesús está parado descansando y le tiro de la cuerda al tensarla y distanciarnos haciéndole, casi obligatoriamente, seguir hacia arriba sin descansar.
Por fin llegamos a lo alto de otra loma, es un falso llano muy cerca de la cumbre y su cresta final. Podemos respirar el aire de la cima desde aquí. Solo queda una pequeña rampa de subida que nos lleva a la temible cresta final cimera que se encuentra rondando los cuatro mil ochocientos metros (si es que no los tiene, o los supera ya). Nuestra alegría es tremenda. Vemos que vamos a conseguir llegar a la cima del Mont Blanc y cumplir con nuestro objetivo después de todos los esfuerzos, calamidades, sufrimientos y experiencias pasadas y vividas para conseguir llegar a donde estábamos. Era algo increíble. Íbamos a cumplir, a hacer realidad nuestro sueño hasta ahora casi inalcanzable. Solo unos cuantos pasos nos separaban de nuestra victoria frente a nuestros medios, la montaña, las condiciones, todo… Toda nuestra angustia, sufrimiento y desolación iban a desaparecer en la cumbre del Mont Blanc, y un gran orgullo, satisfacción, alegría… y muchas cosas y sentimientos así como emociones que puede experimentar un montañero apasionado al coronar, hasta ahora, la montaña más alta que había intentado subir y que ésta fuera el mítico y legendario Mont Blanc. Era algo extraordinario, difícil de describir.
Descansamos un poco ya felices de haber llegado a este punto. Montañeros que subían, bajaban y se paraban por efecto del esfuerzo y la altura, seguían rodeándonos. Una foto final antes de la cumbre y enfilaríamos la última rampa y cresta hasta el punto culminante del Mont Blanc. Despacio, cansados y con un paso que intentábamos fuera seguro, subíamos dicha última pendiente. Solo eran unos treinta metros, pero paramos, por lo menos, más de tres o cuatro veces para recuperar el aliento y la respiración. Unas nubes finas, delgadas de viento empezaban a aparecer y envolver justo la cima del pico cuando llegamos al final de la pequeña pala y empezamos a enfilar la vertiginosa, aérea y alta cresta final del Mont Blanc.
Dos de las dificultades más técnicas para subir el Mont Blanc desde Goûter, eran la subida al Refugio de la Aiguille du Goûter por la escarpada vertiente sur de la aguja, y la cresta final cimera. Siempre que oía hablar de ella me imaginaba una delgada línea de nieve tan fina y encrespada que en ocasiones había que cruzarla con un “paso de caballo” (como si montáramos a caballo, la cresta es el caballo y las piernas se encuentran cada una en una vertiente, y se cruza dando saltitos, medio arrastrándose, ayudado por las manos y equilibrando con los pies y piernas). Realmente había tramos vertiginosos; con unas inclinaciones de sesenta o setenta grados a cada lado que bajaban cientos de metros por las dos vertientes; además por estar en la cima, el viento podría desequilibrarte y tirarte. La “senda” en la cima apenas sería un pasillo por el que solo puede pasar una persona (de frente, pero andando normalmente) sin necesidad de “paso de caballo”. Pero si te encuentras con uno de frente, uno de los dos debe pararse y encaramarse al precipicio en el límite de la cresta y dejar que pase el otro por que ni de lado podrían cruzarse dos personas en las zonas más estrechas de la cresta. La holgura de la misma podría tener medio metro aproximadamente de ancho como media, con zonas más anchas y más estrechas. Eso sí, el vértigo de mirar pendiente abajo podría asustar, atemorizar y marear a aquel que no estuviera concentrado en seguir y mirando al frente.
Después de bastantes metros por la cresta vemos al final mucha gente parada y no vemos nada más detrás, nada más alto. Es la cumbre. Jesús y yo seguimos encordados y andando igual que cuando empezamos la cordada, pero ya en la cresta, al ser más horizontal y animados al ver la cumbre, no paramos hasta llegar a ella. Yo miro a todos lados llegando a la cumbre, quiero mirarlo todo, admirarlo todo. Quique está en ella y con su cámara nos hace fotos de llegada a la cumbre con los dos encordados. El corazón se me va a salir del pecho, aparte de por el esfuerzo que hemos realizado, por la gran emoción de que al final, a pesar de todos los inconvenientes, ha podido más la fuerza de voluntad, el ánimo de llegar, el ímpetu expresado… estamos en la cumbre del Mont Blanc a cuatro mil ochocientos diez metros. Es la mayor altura en la que ninguno de los tres hemos estado nunca, hasta ahora. Nos abrazamos sonrientes, contentos; lo hemos logrado. Somos unas “máquinas”. Estamos en el pico más alto de los Alpes, el Mont Blanc. Dejamos las mochilas; clavamos los piolets, nos desencordamos. Hacemos fotos, aunque algunas de ellas saldrán medio salpicadas por las nubes de viento que vuelven a aparecer en la cumbre y que nos saltan rozándonos a una velocidad de vértigo. Son las dos de la tarde (las catorce horas) aproximadamente y nos tenemos que abrigar por que hace realmente frío, bastante frío. Quique lleva aquí desde la una y media (trece treinta). ¡El muy “cabrón”! Está realmente fuerte y se ha entrenado mucho menos que nosotros, que yo, y sin embargo me ha costado tres o cuatro veces más que a él subir a la cumbre. A nuestros pies admiramos el increíble paisaje y vistas que se divisan. Ninguna montaña más alta que ésta hay a tres mil kilómetros a la redonda. El resto del macizo hacía el norte: Mont Maudit, Mont Blanc du Tacul, Aiguille du Midi, Aiguille Verte sobre Les Drus, Les Droites… Admiramos los Grandes Jorasses y el Dent du Géant. Magníficos espolones y picos míticos llenos de historias, luchas y leyendas en los Alpes. Increíble. Hacía el sureste al fondo, el Gran Paradisso (aunque no lo llego a distinguir y diferenciar de las montañas de alrededor). Más lejos los Alpes Peninos entre Suiza e Italia. Al fondo una inmensidad de montañas salpicadas de glaciares y nieve, por Francia, Italia y Suiza. Es la magnífica cordillera alpina. Todo lo vemos más bajo y pequeño desde aquí arriba. Nos da la impresión de ser los “dueños del mundo”. Tenemos el “Mundo a nuestros pies”. Es increíble lo que nos alcanza la vista, si no fuera por estas líneas de nubes de viento.
Una vez más y aunque aún no lo había escrito, me maldeciré por olvidarme traer mis gafas de vista que tanto eché de menos en el atardecer desde la Aiguille du Goûter y aquí arriba. Aunque tengo pocas dioptrías en mis ojos, el poder ver mejor este espléndido paisaje hubiera sido un regalo de valor incalculable para mis ojos.
Una prolongación de la cumbre del Mont Blanc hacía la vertiente italiana deriva en el Mont Blanc de Courmayeur, solo unos setenta metros más bajo que su hermano mayor el Mont Blanc. Se observa toda la superficie glaciar que desde el Mont Blanc termina en la Aiguille du Midi y que alimentaran con sus hielos y nieves numerosos glaciares que bajan del Mont Maudit, el Mont Blanc du Tacul, el Mont Blanc y de numerosos picos y agujas derivando en glaciares y lugares indómitos de hielo, legendarios como el Valle Blanco, el Glaciar du Géant (Glaciar del Gigante), Le Mer du Glace (Mar de Hielo, uno de los glaciares más importantes de los Alpes) y otros más como Le Grand Plateau, Glaciar de Bossons, Taconnaz, Brenva en la parte italiana…
Nos sentamos para descansar y disfrutar del éxito de haber llegado a la cumbre más alta de los Alpes. Nos hacemos fotos. Veo a los montañeros que se acercan por la parte del Mont Maudit. La cima no es muy extensa pero suave hacía la parte norte mirando al Mont Maudit, y algo más escarpada hacía el sur y oeste. Saco la camiseta de F.F. para hacernos una foto (la idea era que F.F. nos patrocinara la próxima expedición y viera que hemos llevado su nombre a lo alto del Mont Blanc y del Djebel Toubkal en Marruecos, punto culminante del Atlas, en el que ya había estado en el dos mil uno) Aunque al final para nada; ¡Lástima de “peso” en la mochila y gasto de carrete!
Ya estamos tiempo en la cumbre y Quique, como siempre, dijo de bajarse ya. Que hacía frío y se hacía tarde. Claro, él estaba media hora más que nosotros en la cumbre. Después de haber descansado y disfrutado algo de la cumbre del Mont Blanc, decidimos bajar por donde habíamos subido. Ahora como estábamos más descansados que subiendo, nuestros reflejos, fuerza y seguridad habían aumentado, pero decidimos encordarnos de nuevo.
La bajada fue rápida, normal, aunque yo intentaba disfrutar al máximo de cada paso que daba e iba abandonando uno de mis mayores retos montañeros. En esos momentos y en los días precedentes no lo pensé, pero ¡¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué otra cumbre más alta podíamos subir?! (Viendo el éxito del Mont Blanc). Las respuestas me vinieron rápidas ayudadas por comentarios de colegas montañeros sobre otros amigos suyos que ese mismo año habían realizado una expedición a una lugar y a una montaña que a mi siempre me había llamado la atención, con lo cual fue fácil informarse y preparar nuestra expedición para el dos mil tres. Aunque veo que de broma o en serio, cuando ya estábamos en el camping de CHamonix hicimos un comentario al respecto. Creo que fue Quique quien me siguió en el comentario. Fue algo así: “Bueno. Ya hemos subido el Mont Blanc, cumbre más alta de Alpes. Ahora para subir otra montaña más alta deberemos salir fuera de Alpes y casi del continente”. Dije yo. “¿Qué montaña más alta que el Mont Blanc podríamos subir?” Preguntó Quique. “El Elbrus mide más de cinco mil seiscientos metros y es la montaña más alta de Caucaso y de Europa…”.
De momento debíamos bajar hasta el campamento y luego ya veríamos. De bajada las vistas (ahora que podíamos levantar y ampliar la visión al ir bajando) eran impresionantes, sobre todo por los lugares por los que habíamos pasado: hongos y lomas de hielo rodeados por paredes y precipicios glaciares, grietas… parecen grandes bloques de un rompecabezas gigante colocados de forma desordenada y casi caótica pero que se mantienen y figuran un paisaje totalmente glaciar.
Aunque estemos bajando, el cansancio ya había hecho mella en nosotros y la flojedad de nuestras piernas y rodillas era latente. Más abajo volvimos a pararnos en el hongo donde habíamos hecho una de las paradas anteriores de subida, más arriba del Refugio Vallot. Ahora hacía algo más de calor y me tuve que quitar la chaqueta y dejarme el forro polar al descubierto. También es verdad que iba súper abrigado con el forro polar de trescientos y la chaqueta. De nuevo a Jesús y a mi nos entraba el “sueño de altura” nada más tumbarnos, e incluso a Quique esta vez sintió algo de sueño y se tuvo que levantar y ponerse de pie. Yo me tuve que sentar e incorporarme para no coger de nuevo el hipnotizador y placentero “sueño de altura”. Jesús se quedó tumbado sobre su mochila y dejo que, por un momento, el sueño le invadiera y dominara.
Era increíble. Te parabas a descansar en la parte del camino que te pararas y siempre veías gente que subía, que bajaba. Era una inmensa “romería” internacional la subida al Mont Blanc. Es una montaña en la que nunca te encuentras solo.
Debemos bajar. A partir de este momento guardamos la cuerda. Nos desencordamos ya que los tramos parecen más fáciles (menos la primera rampa de bajada) y la cuerda ya más que ayudar, estorba. Allá abajo se veía el Refugio Vallot por el que debíamos pasar. Antes de llegar nos topamos con unos españoles que estaban subiendo ahora. ¡Que locos! Era ya muy tarde para subir al Mont Blanc y se les veía, a algunos de ellos, muy cansados. No sé si llegarían arriba. Quique y Jesús que bajaban algo más adelantados que yo, ya que me entretenía haciendo fotos y disfrutando de paisaje, fueron los que hablaron con ellos, supongo que sobre la subida a la cumbre.
Ya cerca del Refugio Vallot era un recorrido suave. En el refugio no paramos y seguimos hacía la Dôme du Goûter. Más abajo del collado entre la Dôme du Goûter y la loma donde se encuentra el Refugio Vallot, mirando hacía el norte y el Valle de CHamonix, habían un par de tiendas casi escondidas entre las laderas del glaciar. Pensábamos que ahí si que debían de haber pasado bastante frío por estar a más altura, pero estaban al abrigo del fuerte viento que nos azotó a nosotros la noche anterior.
En la Dôme du Goûter vimos la Aiguille du Goûter allá abajo, muy lejos. Coronada por enormes hongos de hielo redondeados y blancos de nieve. Con la vertiente norte terminada en quebradizas rimayas, grietas y precipicios de hielo. La bajada a la Aiguille du Goûter se hacía eterna, igual que cuando subíamos. La nieve estaba en este tramo más blanda y te hacía zuecos en las botas con los crampones puestos. No llevábamos “anti-bo”, que a partir de este viaje nos lo compraríamos. Más abajo el Valle de L’Arve, detrás de la Aiguille du Goûter; la civilización, casas, carreteras… nada que ver con lo que había aquí arriba. La bajada hubiera sido un tanto larga, aburrida muy monótona si no fuera por la magnífica vista de la Aiguille de Bionnassay que quedaba a nuestra izquierda. Esbelta, bella, con un fondo de pequeñas montañas, valles y verdes prados. Con sus seracs en su ladera norte y sus pequeños glaciares colgantes en unas laderas verticales blancas de nieve, manchadas por algún que otro escarpe de rocas. Su ladera sur más empinada, escarpada con menos nieve y ningún glaciar, contrastaba bellamente con su cara norte. Su cumbre, como el cordal que la unía a la Dôme du Goûter, una afilada cresta de nieve y hielo con vertiginosas pendientes. En el otro lado su cresta bajaba altura para convertirse en puntiagudas agujas y espolones de paredes y vertientes vertiginosas. Realmente una visión tan bella que podría estar horas describiéndola. De hecho no malgastaría ninguna foto cuando se la hiciera a esta aguja. La Aiguille de Bionnassay.
Más abajo, cerca del campamento y de la Aiguille du Goûter, la nieve molestaba increíblemente al hacer zueco en la bota y cada pocos pasos debíamos quitárnosla con un golpe de piolet o de la bota del pie contrario. Ya que, la acumulación de nieve en la suela hace que ésta se adhiera menos al camino y los crampones sean menos eficaces, de modo que te resbalabas con frecuencia. Hacía más calor cuanto más bajábamos, normal, y ya tenía las piernas cargadas, mareadas, debilitadas… de tanto y tanto andar sin apenas descansar ese día; pero al final recortamos la crestecilla de la Aiguille du Goûter y llegamos al campamento. Tenía ganas de descansar de verdad, agotado profundamente pero satisfecho, muy satisfecho por haber logrado conquistar el Mont Blanc cuando las expectativas no eran nada halagüeñas. El descanso era muy merecido. La alegría de haber llegado bien, haber subido, cuando todo parecía que se ponía en contra; era increíble. Quizás mi agotamiento y cansancio evitaba que expresara, exteriorizara mi éxito, mi regocijo pero, al fin, habíamos estado en la cumbre del Mont Blanc.
Ya junto a nuestras tiendas esperábamos que Fernando saliera y se acercara a recibirnos, pero no lo veíamos por allí. Por el contrario, nuestros vecinos que pasaron tan mala noche ya no estaban allí, y otras tiendas y montañeros ocupaban su lugar. Subiendo, en una especie de vivaque hecho en forma de muro circular de bloques de nieve, había unos orientales (no sabemos si chinos, japoneses…) que sin tienda, solo con sus sacos y fundas, habían pasado la noche. Éstos ahora tampoco estaban.
Pensando que Fernando está dentro de la tienda descansando, dejo la mochila y la abro. Cual fue mi sorpresa que ni estaba Fernando, ni su mochila, ni su saco, ni nada suyo. Antes pensábamos que habría ido a dar una vuelta o al refugio, pero no, Fernando había abandonado el campamento y se había bajado al fondo del valle. Tal era su inestabilidad psicológica y emocional que no podía ni aguantar el estar allí arriba en la Aiguille du Goûter. Al principio no sabía que pensar. Me dejó desconcertado al no encontrarlo allí. Pensaba que tenía que estar muy enfadado por lo que ocurrió o que quería olvidarlo todo y al no soportar estar allí, se bajó corriendo. No sé. Al poco tiempo y encendiendo mi teléfono móvil Fernando me mandó dos mensajes dando explicaciones y que estaba bien. Al final dejamos de preocuparnos y de sorprendernos por lo acontecido y seguimos desequipándonos. Quizás pensé que al otro día debía llevar la tienda entera yo solo para abajo, y me indigné algo con el comportamiento de Fernando. Pero poco después se me disipó la indignación al pensar que debía de estar muy mal y muy “hecho polvo” para decidir dejarlo todo y bajarse corriendo; me dio algo de lástima.
Eran alrededor de las cinco de la tarde (las diecisiete horas) cuando llegamos al campamento. Habían nubes altas que nublaban un poco al sol y daba la impresión de atardecer y ensombrecer lo que quedaba de día, que junto al cansancio daban unas ganas de acostarse enormes. Había muy pocas nubes por el oeste. Acompañé a Quique al refugio para comprar agua y peguntar por la meteorología de mañana. Uno de los guardas apenas sabía español y casi debíamos entendernos en un “espaninglish” muy dudoso. Me pareció más que nunca que a los españoles allí nos tomaban como gente que no merecíamos tratarnos como igual que cualquier montañero o persona allí arriba y en el resto de los Alpes. No nos tenían tanta consideración como a cualquier otro montañero residente en Europa. Quizás para ellos los montañeros españoles en los Alpes no merecíamos la atención y aprecio del resto de europeos, sobre todo de los residentes en los Alpes y cercanías. Nos pareció que para ellos éramos montañeros “tercermundistas”. Montañeros de segunda clase. Desde luego no por causa de nuestro simpático, agradable y amable guarda de la Aiguille du Goûter con el que hablamos, que era la excepción que cumplía la regla. Era de forma general en los países alpinos. Quizás también es por que ellos son así. No tienen la suerte de haber nacido en una tierra tan completa e inigualable, alegre, cálida y soleada como España y ser tan abiertos, extrovertidos y cordiales como nosotros. “Pobrecillos”.
Vi como era el refugio por dentro y me dio la impresión de “cuchitril” abarrotado de gente (aunque aquí, a esta altura y en este lugar es un lujo), también es verdad que no me fijé mucho. Estuvimos poco tiempo. Cogimos el agua y la información y subimos a nuestras tiendas. ¡Vaya púa! Lo que cuesta aquí el agua. ¡Como si fuera whiskey!
Admiré al paisaje casi por última vez. Allá estaba en primer plano la Aiguille du Midi con un pijama de rayas por el intervalo de sol y nubes en el reflejo de sus barrancos, glaciares, agujas, nieve y “torreones” de puntiaguda forma. Hice algunas fotos. No salieron tan bonitas como las del atardecer del día anterior. Me metí en mi solitaria tienda. El viento no era ni la mitad de fuerte que el de la noche anterior, aunque ya daba lo mismo, el sueño y el cansancio eran tal que me daba lo mismo que hubiera un huracán para dormirme como un verdadero tronco.
Mis dos compañeros ya se habían metido en su tienda y se proponían cenar preparándose una sopa. Me dijeron que si quería tomar algo con ellos y que debería tomar algo, pero yo no podía ni masticar. Creo que comí algo, muy poco, y en seguida me metí en mi calentito, cómodo y esponjado saco. Ahora tenía toda la tienda para mí. Recé para que no ocurriera lo mismo que la noche pasada y pudiera dormir mejor. Una vez dentro del saco, todo fue apaciblemente rápido. Cerré los ojos cuando aún había luz en el exterior y ni si quiera estaba atardeciendo. Mi cansancio y sueño eran tal que no tenía ganas de hablar, solo de dormir, callar y no moverme. Creo que fue cuestión, no de minutos, si no de segundos. En seguida caí en un sueño profundo, apacible y duradero.