Al otro día mal tiempo. No llovía aún pero el cielo estaba totalmente encapotado. No se veía nada del macizo del Mont Blanc a más de tres mil, tres mil quinientos metros. Era día para hacer algunas visitas por CHamonix y el valle, hacer las compras para reabastecernos y descansar.
Así pues decidimos visitar algún teleférico y ver el valle desde las alturas (aunque con mal tiempo poco íbamos a ver). Subir a la Aiguille du Midi es tontería ya que el teleférico es engullido por las espesas nubes antes de llegar a la cima de la aguja. Así que después de visitar algo más CHamonix y casi a última hora del día (en España sería principio de la tarde, ya que aquí cierran a las cinco de la tarde casi todas las instalaciones) decidimos visitar y subir a Le Brevent en el macizo de las agujas Rojas a unos dos mil quinientos metros justo encima del mismo CHamonix. La idea de subir aquí es que sería un magnífico mirador sobre el macizo del Mont Blanc aunque por culpa del mal tiempo y las nubes no veríamos mucho.
Al principio cogimos un telecabina (solo cabían cuatro personas sentados) desde el mismo CHamonix a Planpraz, a unos dos mil metros. Nadie subía ni nadie bajaba casi. Éramos los únicos “tontos” que subían aquí arriba con el día tan malo como estaba. Pero no nos importaba, Fernando se trajo la video cámara y seguimos la fiesta y celebración sana con regocijo y alegría de lo conseguido. Era hora de divertirse y disfrutar, y las risas y las bromas eran las notas predominantes en la subida por esta telecabina que parecía un instrumento pequeño y frágil comparado con el usado en Les Houches. Arriba en Planpraz debíamos coger un gran teleférico que salvaría unos desniveles y precipicios tremendos que dejarían helado a más de una persona que sufriera vértigo o miedo a las alturas. Desde luego las probabilidades de salvarse en caso de caída desde este teleférico son prácticamente nulas. El golpe sería bastante fuerte.
El teleférico que va de Planpraz a Le Brevent lo componen dos gigantescas cabinas, una a cada lado de las estaciones que se cruzan en mitad del recorrido y se mueven a la vez y a la misma velocidad. Hacía algo de fresco ya aquí arriba. Nadie subía con nosotros al teleférico. Estábamos solos en aquella inmensa cabina y las bromas y risas seguían desbordándonos de buen humor a pesar del mal tiempo.
A los diez o quince minutos de esperar el teleférico, se pone en marcha sobre un desconsolador vacío hacía Le Brevent. Caen algunas gotas, no llega a llover desmesuradamente pero el mal tiempo es la nota dominante en la atmósfera. El teleférico se mueve a una velocidad constante. El bosque ya despareció a esta altura y a medida que nos acercamos al pico y la estación de Le Brevent observamos los prados de la alta montaña, el serpenteante camino recorrido por unas mountain bike que cogerán unas velocidades tremendas por el fuerte desnivel (mucha altura alcanzada en muy pocos kilómetros) que hay hasta CHamonix. Hay dos kilómetros solamente en línea recta desde el pico Le Brevent a CHamonix y una diferencia de mil quinientos metros de desnivel, esto crea unas pendientes vertiginosas y muy pronunciadas. Cerca de la estación el vacío es apreciable y vertiginoso, y observamos con detenimiento las paredes y agujas que forma la vertiente este que mira al Valle de CHamonix, sobre todo Fernando que es el miembro más escalador del grupo que entusiasmado descubre algunas “chapas” en estas lisas y atrayentes paredes lo cual dan prueba de que por aquí suele escalar la gente. Ya arriba, la plataforma que detiene la cabina del teleférico está casi suspendida en el aire. Hay un restaurante con una magnífica terraza totalmente vacío, con unas impresionantes vistas al macizo del Mont Blanc. Aunque solo se ve más abajo de la mitad por estar totalmente cubierto por las nubes, podemos apreciar las caídas de sus magníficos glaciares: Bossons, Taconnaz, y de vez en cuando la Aiguille du Midi aparece y desaparece bailando entre las grises nubes. Nosotros seguimos con las bromas y los juegos. Estamos como drogados por la euforia de haber tenido éxito, por la alegría y adrenalina que aún parece fluye por nuestras venas.
Vemos un par de escaladores que efectivamente venían de las paredes antes vistas: con sus cuerdas, arneses, cintas… Fernando confirma que esta aguja tiene toda la pinta de ser una escuela o entrenamiento para la escalada. Subimos a lo más alto, hace frío, el viento del oeste sopla fuerte y frío al otro lado. Podemos ver el resto del paraje con unos lagos más abajo, prados, bosques y valles hacía el oeste. Bonito. Pero no tan bonito después de ver tan de cerca las agujas, picos, glaciares y vertientes del Macizo del Mont Blanc.
Debíamos bajar, no estuvimos mucho tiempo y el último teleférico salía pronto. La encargada del restaurante también cerró y bajó con nosotros que hicimos el mismo recorrido hacía atrás: de Le Brevent a Planpraz, y de aquí a CHamonix.
Volvimos al camping, a nuestro “campamento base” para preparar la cena. Esa noche, fregando los cacharros de la cena en los grifos del camping, nos encontramos con un grupo de murcianos recién llegados que nos estuvieron comentando sus recorridos por el Mont Blanc: en unos tres días habían salido de CHamonix, pasando por La Mer de Glace, el Valle Blanco (Vallée Blanche) y llegando al Refugio des Cosmiques bajo la Aiguille du Midi para desde aquí intentar subir al Mont Blanc, pero el mal tiempo les hizo desistir y tuvieron que bajarse. El recorrido era muy bonito y atrajo la atención de Jesús sobre todo, pensando o planeando que la próxima vez que vengamos sea para subir por ese recorrido sin teleférico ni tren cremallera. Yo estaba atrapado y encabezonado con la Aiguille Verte, la cual me fascinó tanto que aún tengo ganas de subirla, y volveré a los Alpes para intentar su subida. Teníamos claro que volveríamos a Alpes para subir otras grandes montañas y a recorrer sus hermosos valles. El éxito y la alegría del buen termino del viaje y de haber conseguido nuestro objetivo sin ni si quiera apostar por ello, hizo que tomáramos a los Alpes como un lugar excepcional y nos sentíamos muy cómodos aquí, y sin duda queríamos volver.
Al día siguiente decidimos ir a la otra “capital” de los Alpes, a Zermatt en Suiza; en el mismo centro de los Alpes Peninos. Queríamos ver el monte Cervino, el Matterhorn. Este bello y mítico monte, tan famoso y legendario como el mismo Mont Blanc, pero, más bello. Sus perfiles tan encrespados y reales le dan la forma de una pirámide perfecta, majestuosa, grandiosa. Casi idílica tanto en sus formas como en su subida para un escalador que quiera subir una gran montaña por crestas, paredones y precipicios, tan bellos como peligrosos y vertiginosos. Es la montaña perfecta para cualquier alpinista y cualquier montañero. Puede que sea la montaña más bonita del mundo (aunque la belleza en las montañas es algo tan relativo como personal) pero seguramente sea la más cautivadora de Europa (o de las que más).
Saliendo de CHamonix hacía el norte, hacía la frontera con Suiza que a los pocos kilómetros atravesamos. Vallorcine y luego Trient ya en Suiza; Martigny, y ya desde aquí coger la autopista que recorre toda la gran región del Valais hasta meternos en un pequeño valle hacía el sur.
Algunos kilómetros antes de llegar a Zermatt, paramos en el pueblo anterior de Täsch donde hay un enorme aparcamiento. El hecho es que Zermatt es una de las ciudades menos contaminadas de Europa, o al menos eso es lo que intentan, y por ello no hay coches de gasolina o gasoil; todos son eléctricos o coches a caballos.
El recorrido de unos diecisiete o veinte kilómetros entre Täsch y Zermatt se hace en tren. Para sacar los billetes intenté pagar con euros; se me olvidó que ya no estábamos en Francia y aquí se utiliza el franco suizo. Así que cambié el dinero y saqué los cuatro billetes. Allí en la estación, en el puesto de información y taquilla había unas pantallas de unas cámaras situadas en lo alto del valle, en Gornergrat, donde ofrecía unas panorámicas de todas las montañas y macizos cercanos, ya que giraba cogiéndolo todo. El tiempo no era muy bueno, era mejor que ayer pero las nubes abundaban y tapaban el Cervino, Liskamm, Monte Rosa y todos los de alrededor; pero a veces se adivinaban sus perfiles y te imaginabas sus formidables formas. Era otro magnífico paisaje alpino con sus glaciares, crestas, espolones y escarpadas vertientes. Aunque, por las nubes, no se apreciaban totalmente las vistas, teníamos suficientes para volar con la imaginación e ir planeando excursiones, travesías y ascensiones. Soñábamos de nuevo con otra gran aventura.
El tren para en Zermatt, no va mucha gente pero ningún vagón está vacío. La plaza junto a la estación está rodeada de edificios de madera que en sus balcones hay un sinfín de macetas de flores de colores, rojas y amarillas muy llamativas. Muy bonito y alegre. Nos damos cuenta que Zermatt es muy turístico, casi tanto o más que CHamonix. Innumerables carros de caballos, de carruajes con el nombre de los hoteles a los que pertenecen, llevan o esperan a sus clientes para dejarlos en su destino, los numerosos hoteles que existen en Zermatt. Todos con un dibujo, emblema o característica común: la figura del Cervino, Matterhorn, desde aquí. Es la montaña de Zermatt, de suiza, de los Alpes. Todo aquí gira en torno a ella. Todo aquí lleva el Cervino como escudo, como símbolo.
También hay coches, pero eléctricos, más pequeños que los convencionales. Junto a la estación de tren está la estación del tren cremallera que sube a Gornergrat (lugar de donde salen las expediciones al Monte Rosa, Liskamm, Cástor, Pollux y a los grandes glaciares que los rodean). Es una estación muy moderna; me quedo perplejo ante tanta tecnología y modernismo aquí, en un lugar perdido en los Alpes. Miro los billetes de subida a Gornergrat y son bastante caros. Quique es el primero que no quiere subir. Ya nos hemos gastado mucho, el billete es caro y además el tiempo es malo y no veremos ninguna de las grandes montañas que lo rodean. Me desilusiono y al final no subimos. Por el contrario damos una vuelta por Zermatt.
Las casas viejas y típicas son de madera muy acogedoras y sencillas. Algunas muy viejas sirven como monumentos del pasado ganadero y agricultor del pueblo. Pero en cada casa, cada edificio hay una barandilla, un corredor exterior, un balcón con macetas de flores de colores muy vivos, rojo sobre todo. Es un pueblo muy bonito que a pesar de los años de continuo turismo ha sabido conservar su espíritu alpino solitario, sencillo, acogedor y hermoso.
Llegamos al otro extremo del pueblo (Zermatt no es muy grande) y unos funiculares o telecabinas suben hacía la base del Cervino. Pero esta montaña no se deja ver hoy. El cielo aunque no está encapotado del todo si que llega a cubrir, con sus grises y blancas nubes, la mitad de la magnífica mole del Cervino, del Matterhorn. Después de estar unos minutos allí en la parada junto a las taquillas del telecabina, decidimos no subir por las mimas razones que antes. Yo casi me indigno ¡¿A que hemos venido aquí?! ¡¿A no ver nada?! Pero es inútil protestar o enfadarse, además en lo referente a que el Cervino está cubierto, tienen razón.
Según los pronósticos del tiempo, el día que bajamos del Mont Blanc, el miércoles, iba a empeorar paulatinamente, el jueves, el día que subimos a Le Brevent, iba a estar malo, que fue ayer; y hoy el tiempo iba a estar mejorando poco a poco de modo que para mañana sábado y los tres siguientes el sol iba a reinar en todos los Alpes sin una nube; esto último no lo sabíamos. Es muy raro encontrarse con tres días de buen tiempo, de muy buen tiempo seguidos en Alpes, y ese fin de semana iba a ocurrir. Por consiguiente, se supone que hoy debía de ir mejorando el día y poco a poco lo íbamos comprobando.
Volvimos al centro del pueblo por una calle junto al río y nos metimos por un túnel algo largo y cilíndrico que sería la entrada a algún hotel o balneario. Realmente no llegamos a adivinar que era aquello. Al mediodía el sol ya picaba cuando salía de entre las nubes, y cuando se ocultaba notabas un fresco que te llegaba a los huesos. Decidimos parar en un parque junto a la iglesia y al cementerio que estaban, casualmente, restaurando y arreglando. Fernando sacó la videocámara para filmar algo tan sorprendente como el viejo cementerio de Zermatt: las lápidas en vez de cruces tenían piolets, cuerdas enrolladas, la imagen del Cervino… y nombres de gentes, montañeros que habían perdido la vida escalando el Cervino o que simplemente querían que les enterraran allí, junto a la montaña de sus sueños. Era algo sobrecogedor que te dejaba boquiabierto, perplejo y sumamente sorprendido.
Por detrás del campanario de la iglesia se iba descubriendo poco a poco el Cervino. Las nubes iban y venían alrededor de él, por su cima, por su falda. Era lo primera vez que lo veíamos “cara a cara” y nos pareció una montaña mucho más espectacular de lo que ya sabíamos de ella, habíamos visto y conocido. Era majestuosamente infranqueable, alta, poderosa, dominante de Zermatt y del valle, y bella, muy bella. Los turistas cercanos a nosotros esperaban y miraban sentados en un banco de este parque a que la montaña se despejase del todo y pudieran admirar el destino y sueño de muchos hombres amantes de la montaña y la libertad. Realmente nos quedamos maravillados ante la aparición, en parte, de esta montaña. Era como un “Señor” que domina todo aquello que tiene a sus pies y no se le escapa nada ante la atenta vigía de su imponente mole. Algo increíble.
Por uno de los callejones de este típico y turístico pueblo, había una tienda en la que vendían cuadros y fotos pintadas con el único tema del Cervino. Estos cuadros ocupaban buena parte de las paredes de madera de la tienda y de la calle, y ningún cuadro era igual a otro aún teniendo siempre el Cervino como tema. Algo sorprendente.
A medida que caía la tarde, el tiempo se iba despejando cada vez más, como habían anunciado y acertado los partes meteorológicos de la Casa de La Montaña en CHamonix. El cielo se veía ya muy azul y despejado y solo las nubes rondaban las altas cumbres, pocas y dispersas en el limpio y brillante cielo. Desde una cafetería cerca de las afueras de Zermatt, en una residencial polideportiva, terminamos de observar (cada vez más despejado) nuestra magnífica montaña a la que habíamos venido a ver, el Cervino. Pero ella no nos dio el placer de mostrarse completamente despejada ante nuestros ojos.
Ya con el último tren a Täsch, volvimos para coger nuestro coche y volver a CHamonix antes de oscurecer totalmente. Con la idea de volver a este lugar maravilloso para un alpinista y montañero. Después de pasar Martigny y cerca de la frontera con Francia pero aún en Suiza, paramos en Trient para fotografiar el atardecer del macizo del Mont Blanc en su parte norte entorno al Pointe d’Orny. Los Alpes son encantadores.
Al otro día, sábado veintisiete, debíamos desmontar y recoger el campamento ya que partiríamos hacía España; Quique, preocupado por su trabajo, quería estar allí el domingo por la tarde para empezar a trabajar el lunes. El día era inmejorable, increíble: un sol, una visibilidad, un magnífico cielo azul, una temperatura… nunca habíamos tenido un día así el tiempo que llevábamos en los Alpes (y era el día que debíamos marcharnos). Era algo privilegiado el tener un día como éste en Alpes, que no todo el mundo puede disfrutar y son muy raros en todo el verano (y nos enteramos que los dos días siguientes serían idénticos a éste). Por desgracia debíamos volver a nuestra calurosa, árida y acogedora tierra. Quizás, pensaba yo, que si hubiéramos estado hasta el martes o miércoles nos habría dado tiempo a hacer algo y disfrutar por el macizo del Monte Rosa desde Zermatt. Bueno, “hay más días que melones” y seguramente volveremos a aquella parte de los Alpes a intentar algunas de sus bellísimas montañas como el Monte Rosa o Liskamm. Pero puede ser que nunca o casi nunca llegaremos a tener unos días como aquellos. Quien sabe.
Antes de irnos y después de recogerlo todo y ordenarlo bien en el maletero del coche (ahora ya se podían ver los dos pasajeros de atrás del coche, aunque seguía muy cargado y abarrotado el maletero) decidimos hacer una última visita a CHamonix para comprarnos postes, postales y souveniers. De paso nos despediríamos del pueblo hasta la vista. Como he dicho el día era increíble; cruzando el Río Arve que recorre todo CHamonix, desde un puente típico de madera, pudimos contemplar el estupendo paisaje hacía el macizo del Mont Blanc. Se veía tan claro y hacía un día tan bueno que parecía que estuviera al alcance de cualquiera. Como si hoy la montaña dijese: “bueno, hoy que suba todo el que quiera, que le dejo subir”. La Aiguille du Goûter, la Dôme du Goûter, el Mont Blanc, las vertientes del Mont Maudit y Mont Blanc du Tacul, y debajo de todo, la inmensa y escalonada lengua del Glaciar de Bossons que baja casi hasta el pie del valle. Parecía que el Mont Blanc se despedía de nosotros mostrándonos una imagen idílica y única que pocos privilegiados podían admirar cada verano. Por dentro, un sentimiento de unión, de complicidad entre la montaña y nosotros renacía. Era algo único y maravilloso que muy, muy pocas veces ocurre con cosas o personas. Sentíamos al Mont Blanc como nuestro hermano; un gran amigo al que habíamos irrumpido en su morada y nos había acogido e invitado a subirlo, a recorrerlo; y su espíritu nos había acompañado en cada paso, en cada movimiento y situación. Una experiencia única e irrepetible.
A mí siempre me quedará el recuerdo de este viaje. Este gran salto que dimos al ir a Alpes y fue la iniciación a otros saltos y viajes; pero no solo eso: el compañerismo entre nosotros fue algo que difícilmente volveré a vivir como en este viaje.