…Dos años más tarde, en diciembre del noventa y seis, vuelvo al Valle de Ordesa, esta vez en invierno y con el Monte Perdido como objetivo. Jesús López, José Manuel “Henry”, Fran de Albatera, José Vicente “Monín” y Juan Martínez “Tripilla” eran mis compañeros esta vez.
Al contrarío que en verano, en invierno no hay un alma en este, ahora, frío valle. El tiempo, de nuevo, no acompaña, estará nublado todo el puente y no sabremos si despejará algún día o nos dará la oportunidad de subir Monte Perdido. Nos ponemos el “traje” de invierno y empezamos la subida normal hacía Góriz valle arriba.
Ordesa en invierno es diferente, una fría y desoladora belleza, blanca y gris de la nieve y de las nubes. Toda la magia, hermosura y espectacularidad del valle en verano se viste ahora de blanco y cambia sus tonos de colores pero sigue siendo igual de bello y hermoso con un aspecto diferente. Si acaso le da aún más un toque enigmático y misterioso. Te da la impresión de estar en un valle desconocido pero grandioso y de una belleza que te envuelve, y te preguntas y asombras el por que la gente no viene a verlo y deleitarse con sus hermosos bosques blanqueados y sus paredes y peñascos marrones oscuros alegrados por esa abundante, blanca nieve del invierno… desde luego son paisajes y vistas solo para algunos privilegiados que no les importa soportar y sufrir los rigores del frío invierno.
Camino arriba la nieve empezaba a llegarnos hasta la mitad de las pantorrillas, más arriba del tobillo. Mirábamos hacia atrás y el valle se abría espléndido con ese toque blanco de la nieve que hace única a cualquier montaña y la hace más bella. Allá arriba la Punta Gallinero la ilumina algunos fugaces rayos de sol, y sus paredes rojizas y blancas de nieve adquieren una luminosidad y belleza sublime. Más allá, el Tozal del Mallo, nos muestra su oscura pared triangular casi limpia de nieve y vertical, muy vertical, también de una belleza inmaculada por la nieve que le rodea por sus laderas y en su bosque a sus pies, bellísimo. Es como si el valle se blanqueara con una capa que lo llena todo y lo decora y embellece de forma especial como la blancura del traje de novia que resalta más aún la hermosura de la mujer que se va a casar.
Más arriba de Gradas de Soaso y cerca de su circo, la planicie aparece fría, desoladora y un blanco dañino, continuo, te ciega los ojos si no los proteges con las gafas de sol. Atrás quedan los bosques grises, blancos y oscuros de Ordesa, y en sus fajas y paredes la nieve dibuja líneas, resaltes, pasillos y cornisas vertiginosas imposibles de capturar con el pincel de un pintor.
Ya en las Clavijas la nieve facilita el acceso a las mismas y hace de barandilla, colchón y sofá en este camino de laderas tan empinadas. De repente a Fran se le cae una mochila que lleva de la mano y esta va cayendo y rodando toda la ladera hasta casi el río desde las paredes de las Clavijas. No la llevaba cogida a la mochila de la espalda si no suelta en la mano, y en este paso se requieren las dos manos y los dos pies para cruzarlo. Un negativo para Fran. Por suerte otro montañero que empezaba la subida la recogió andando por la fatigosa nieve virgen, ya que tenía que salirse del sendero surcado en la nieve, y nos la devolvió. Aquí la nieve ya nos llegaba por encima de la rodilla. De vez en cuando algunos rallos de sol iluminaban esta parte de la subida, pero eran falsas esperanzas de una mejoría que nunca llegó. Abajo quedaba la Cola de Caballo, ahora nevada y blanquecina por la espuma del agua y por la nieve que la rodeaba.
Ya arriba de la pared del circo y de las Clavijas, miramos atrás el valle que dejamos, blanco e inhóspito, frío y hermoso bajo el fantasma de un sol que se entrevé en las nubes altas y grises. Como la primera vez, me asombro de su belleza tintada ahora de blanco con esa bruma también blanquecina que se metía entre el bosque y los fondos oscuros del valle.
Oscurecía dentro de la propia oscuridad del mal tiempo en el que estábamos inmersos. No había huella hecha en la nieve hasta Góriz y uno de los guardas salió para indicarnos la subida de invierno hasta el refugio, supongo que más cómoda y con menos nieve, ya que ahora la nieve nos llegaba hasta la cintura, incluso más arriba. La marcha se relentizó y los montañeros rezagados se unieron a una cola de unos treinta a cuarenta personas que subíamos a Góriz. Los primeros eran los que abrían huella en la abundante y blandísima nieve, pero dar dos pasos se hacía increíblemente fatigoso y desesperante. El cansancio era extremo en este intento de abrir huella en tan malas condiciones de nieve; de forma que nos turnábamos para abrir huella. El primero al cansarse se quedaba en un lado descansando hasta que el final de la cola llegaba y se incorporaba al final de la misma como el último. El segundo seguía abriendo huella hasta que se cansaba y hacía lo mismo que el primero. Así, hasta que por fin, ya casi de noche, llegamos al Refugio de Góriz. Solo esa última parte fue la más cansada y extenuante en toda la marcha. Fue lo que nos destrozó física y anímicamente, aunque yo al otro día me levanté bien.
Al llegar al refugio la comodidad y servicios del mismo nos pareció un lujo en este desierto blanco. Un montañero aragonés la emprendió con otro que llevaba un gorro hongo de lana por que se había escaqueado de la fila y no había abierto huella cuando le tocaba. La regañina y la discusión fué hasta casi graciosa por la forma en como la llevaban. El aragonés la emprendía a gritos y palabras necias con su acento “maño” y el otro (creo que era madrileño) al principio no le hacía caso, pero luego intentaba, vanamente, contestarle y contradecirle. No llegó la sangre al río.
Ya metidos en nuestros calentitos sacos en las literas corridas de una de las habitaciones del refugio, saqué de mi cartera un pañuelo de papel con el perfume que Sandra usaba. Anouk. Inspiré y me empapé con su agradable recuerdo y su fresca fragancia que hizo que brotara una cálida sonrisa y una romántica nostalgia. Hacía pocos meses que salía con Sandra Ferrández y ella comprendía, entendía y respetaba mi pasión por la montaña; a la vez que intentaba acompañarme en las salidas por Alicante. Era compaginar dos pasiones, dos amores, y en aquel momento la combinación fue armónica y muy placentera. Nunca podré olvidar las sensaciones y sentimientos que surgieron en aquel valle nevado…
Al otro día nos levantamos y el tiempo seguía igual de malo, no nevaba pero estaba totalmente cubierto, y a partir de unos tres mil metros o antes la ventisca podría ser inevitable. José Manuel y Jesús se levantaron mal descansados y sin ánimo; decidieron bajarse a la cabaña de pastores bajo el Circo de Soaso con Juan que se unió a ellos. “Monin”, Fran y yo decidimos quedarnos otra noche en el solitario y vacío refugio (que gran diferencia al verano). Los tres decidimos hacer una marcha por los alrededores y acercarnos a Monte Perdido, y quien sabe, a lo mejor subirlo. Subimos algo, la nieve estaba muy blanda y era muy abundante, se hacía, en ocasiones, imposible caminar. La marcha se acortó enseguida. Abajo en el fondo veíamos el impresionante cañón del Valle de Ordesa perfecto, como hecho adrede, hermoso y sorprendente aún en la lejanía. Por un momento vimos a tres personas subir la Punta Custodia, un pico de dos mil quinientos metros en uno de los extremos este del Valle de Ordesa; luego nos enteramos que eran el anteriormente nombrado montañero aragonés, su hijo y un amigo.
A mitad de la tarde ya estábamos en el refugio y al poco rato llegaron este grupo de aragoneses. Entablamos amistad y conversaciones con ellos y con el guarda del refugio. Grandes conversaciones entre personas con algo muy grande y apasionante en común: la montaña.
Viendo que no podíamos hacer nada decidimos unirnos a los aragoneses que se disponían a bajar hasta Torla por todo el nevado Valle de Ordesa. Nosotros nos quedaríamos en la cabaña de pastores junto con nuestros compañeros que ya estarían allí acampados. Ya era tarde cuando salimos de Góriz. Más abajo dejamos el refugio entre la oscuridad de un atardecer invisible y el afán de la blanca nieve de seguir iluminando la montaña sin conseguir perdurar en su intento. Daba lugar a una visión misteriosa, lejana en tiempo y espacio, enigmática y casi tenebrosa, como aquel hotel perdido en la solitaria montaña rodeada de nieve en la película “El Resplandor”. Hacía abajo, la tierra se abría desde una pequeña grieta hasta transformarse en un gran cañón que era el Valle de Ordesa, y que nos iba a engullir sin remedio y sin saber que nos depararía en el fondo de este temible valle; al menos esa era la impresión que daba en ese momento con la oscuridad del anochecer invernal.
Enseguida llegamos a la cabaña de pastores cerca del inicio del bosque de Ordesa; allí pretendíamos quedarnos y hacer noche, pero “Henry”, que ya tenía montada la tienda, decía que estaba malo, que tenía mucho, mucho frío y que lo pasaría muy mal esa noche si se quedaba allí. Nos increpaba, sin sentido, por habernos bajado cuando habíamos decidido quedarnos en el refugio. Si al final a él le vino bien que bajáramos por que así desmontaron y los seis emprendimos la marcha valle abajo hasta el aparcamiento junto con los aragoneses. Ya era de noche, encendimos las linternas frontales y nos adentramos en la oscuridad del bosque de Ordesa. Una marcha nocturna siempre es emocionante en la montaña, la noche le da otra vida, otro aspecto, otra realidad a la montaña… es otro mundo; pero si lo haces en el Valle de Ordesa, nevado, sin nadie más que el susurro del río Arazas, los ruidos de la noche en el bosque y tus pisadas y las de tus compañeros… Inmersos en el bosque el aragonés dijo que todos apagáramos las linternas y que la blancura de la nieve en el suelo serviría para iluminarnos en el descenso. Nos sentimos como esos animales nocturnos que encienden su mirada al acecho de sus futuras presas. En ese momento me sentí como parte del bosque, de la naturaleza que me rodeaba. Me sentí enaltecido; muy bien, mi espíritu se alegraba y se hermanaba con la madre naturaleza. Me sentí como un animal salvaje recorriendo su territorio, y con ánimo y energía suficiente para enfrentase a cualquier otro que se interpusiera en su camino. Me sentí grande, fuerte, lleno de vida. Me sentí más hombre y más vivo que cualquiera de los humanos que habitan en lo que ellos llaman civilización, ciudad, mundo urbano artificial y demagogo.
Algunas veces me he sentido así de bien conmigo mismo, con mi espíritu y con mi mente. Es como la transformación del hombre en lobo, pero para convertirte en un ser superior en todos los sentidos y sin maldad, todo fuerza… Pero solamente he tenido estas sensaciones en la montaña… ¿de verdad tendrá magia la montaña?