En la frontera entre Francia y España (y más francés que español) se encuentra el magnífico y espectacular macizo del Vignemale. Es la catedral de los Pirineos, posiblemente el macizo más alpino y atrayente de los mismos. Un alto faro entre un mar de olas encrestadas y puntiagudas, sobresaliente y destacado monumento entre las montañas de alrededor y distinguido con sus innegables y reconocidas formas y perfiles en la lejanía. Un verdadero conjunto de arquitectura pétrea, de hielos, crestas, picos y vertiginosas vertientes rodeadas de abismos tan profundos y espectaculares como perfectos, hermosos y únicos. No imaginé lo que me encontraría cuando me invitaron a visitar el reino del Vignemale. Lamentablemente solo he tenido ocasión de recorrerlo una sola vez.
Llegamos a Torla. Me da la impresión de que volvemos a Ordesa con la visión del magnífico Circo de Carriata rodeado de frondosos bosques, pero en el Puente de Los Navarros giraríamos a la izquierda hacía el Valle de Bujaruelo o de Ara. Este agosto de mil novecientos noventa y cinco, creo que habíamos planeado ir a Picos de Europa, pero el viaje anterior que había hecho Pepe Díaz con Eduardo Rodes y Manolet al Vignemale, habían despertado la curiosidad y la atracción de esta montaña a la mayoría de los compañeros que íbamos.
Paco Martínez, Esteban Parres, Manolo Hurtado, José Manuel “Henry”, Manolo Cano, Mariano Díaz, Jesús Calvo y yo seríamos esta vez los expedicionarios que descubriríamos para nosotros una nueva montaña, un nuevo macizo, una nueva aventura. Llamaríamos o sería conocido este inolvidable viaje como “Expedición gañán noventa y cinco”; por las historias que contaba Cano sobre como encontraron (o les encontró a ellos) un pastor de las montañas del Atlas en Marruecos cuando éstos se perdieron al hacerse de noche mientras subían por aquella cordillera africana.
Ya, algo tarde, después del mediodía, salíamos de las afueras de Torla en dirección al camping de Bujaruelo. El recorrido por este hermoso valle, aunque no tan espectacular como su vecino y cercano Ordesa, esconde vueltas y revueltas junto a un río algo caudaloso rodeado de bosques y cascadas que bajan del Mondarruego. La pista por la que seguimos, es recorrida por numerosos coches que bajan y suben de Bujaruelo y nos da una imagen artificial que contrasta con aquellos bellos paisajes y rincones. Aunque pronto nos sumergiríamos en la, casi, soledad de la montaña, sin coches, humos, ruidos ni medios artificiales.
A las pocas horas llegamos a Bujaruelo y pedimos montar dos tiendas. Hemos tenido un fallo con las tiendas que hemos traído: una de ellas, en la que yo pasaría la noche, es de dos y medio, y debemos dormir cuatro. ¡¿Cómo nos las arreglaremos?! Yo tengo la idea de dormir dos con la cabeza en la puerta, y los otros dos con los pies en la puerta; dos al derecho y dos al revés, alternados. No convence mucho a mis compañeros pero no veo otra solución. Intentamos probar e intentamos dormir. Tenemos los pies (aunque metidos en los sacos) de nuestros compañeros en la cara y el hedor que emana atraviesa los tejidos de sus sacos y se hace notar. Al cabo de poco tiempo se hace insoportable. No podemos movernos y eso a mi (que no paro de moverme mientras me duermo) me angustia. Ninguno podemos realmente dormir pero nadie se atreve a salir. Al final, Manolo Hurtado, no aguanta más y decide salirse fuera y dormir lo que queda de noche al raso. A partir de entonces era como un desahogo, una liberación, como un descanso y pudimos dormir placidamente. Desde luego no pasamos frío esa noche, y seguro que Manolo Hurtado durmió más suelto, menos apretado, aunque con algo más de fresco, que dentro de la tienda.
Al otro día recogimos y empezamos a planear con un mapa en la mano el camino hacía el Vallée d’Ossoue, puerta de entrada al Vignemale. Había que cruzar al lado francés de los Pirineos y el Puerto de Bujaruelo o Gavarnié era uno de los pasos más fáciles, conocido y transitado hacía este país. Pero había que dirigirse mucho hacía el este, nordeste. Pepe Díaz y su grupo siguieron valle arriba hasta el Puerto de los Mulos o el Puerto de España para cruzar al Vallée de Gaube, que queda justo al norte del macizo después de haberlo rodeado por su sur y oeste. Un rodeo bastante grande (aunque de subida normal al Vignemale desde España), pensaba yo, cuando se podía cruzar al Vallée d’Ossoue que quedaba más cerca, al este del macizo. Nosotros ahora nos encontrábamos al sur del Vignemale en línea recta.
Vimos un paso que nos acercaba lo máximo al Vallée d’Ossoue: el Puerto de Bernatuero, con su pequeño pero alto Ibón de Bernatuero a casi dos mil trescientos metros de altitud. Preguntamos al dueño o uno de los encargados del camping que nos afirmó que se podía ir al Vignemale por ese paso. No era muy transitado ni utilizado pero su recorrido estaba marcado en el mapa. Al otro lado el pequeño Vallée de La Canau nos dejaría directamente en el Vallée d’Ossoue.
Con el visto bueno del hombre consultado del camping, y con el de algunos de mis compañeros más dirigentes (el mío incluido). Partíamos en un día radiante, soleado cruzando el bien conservado puente románico de Bujaruelo sobre el río Ara, por el camino a Gavarnié.
Mientras subíamos un pequeño bosque nos escondía y abrumaba con su espesura y frondosidad, y más arriba, una vez dejado el camino del Puerto de Bujaruelo y dirigirnos hacía el norte, al de Bernatuero, los prados de una larga hierba amarilla-verdosa agostada por el sol del verano en la ladera sur de solana de la montaña, nos ofrecía otro paisaje más extenso y amplio. Nada agobiante y claustrofóbico como en el interior del bosque, sino inmenso y abierto en medio del espacio infinito de las alturas en las montañas.
Paco Martínez me preguntaba: “¿Por qué te traes los crampones?, con el calor que hace no creo que vayan a hacer falta”, “Al Pirineo hay que venir con ellos por que se puede cruzar nieve vieja, helada o glaciares. Y en el Vignemale está el Glaciar d’Ossoue. Hay que estar preparado por si acaso, nunca se sabe… “.
La subida hacía el Puerto de Bernatuero se hacía pesada y larga, me daba la impresión de estar subiendo más alto de lo necesario. Me estaba cansando y me costaba subir, no me había preparado lo suficiente para este viaje, o al menos eso es lo que deduje en aquel momento. Nunca había echo un viaje de estas características; con las tiendas acuestas, la comida y ropa para casi una semana. En mi antigua e incomoda mochila de hierros no me cabían tantas cosas, así que “El Rojo”, Toni Andreu, me dejó su mochila de travesía que a mi me pareció enorme, espaciosa y cómoda. Me hizo un grande y necesario papel.
Ya muy arriba, mis compañeros pararon, y cuando llegué yo al punto donde ellos estaban, contemplé desde las alturas, allá abajo, el famoso Ibón de Bernatuero, por el que había que pasar. Habíamos, finalmente, subido más de la cuenta. Más abajo, mientras subíamos, habíamos perdido la estrecha senda e íbamos monte a través. ¡Ya decía yo que era muy larga esta subida!
Las nubes empezaban a abordar los Pirineos y allá al fondo veíamos por primera vez el impresionante y medio cubierto macizo del Vignemale. Las luces y las sombras inundaban aquellas agrestes montañas, aquellas fortalezas pétreas.
Ya en la parte francesa, en la cara norte de los Pirineos bajábamos al Vallée de La Canau. Un valle suave, cómodo y verde (como eran los valles encarados al norte en los Pirineos) surcado por el riachuelo Lourdes que nos llevaría al Vallée d’Ossoue que a su vez nos dejaría en las puertas del Vignemale. Esta vez la marcha se hace amena hablando y andando por una suave senda, valle abajo, con Jesús Calvo, que es profesor de geografía, y junto con Paco Martínez. Hablábamos de geografía, biología y aspectos de este valle y de los Pirineos en general. Más adelante, una bandada de buitres, bajaban y sobrevolaban una res muerta en medio del valle muy cerca de donde pasábamos, y el chillido de alerta de una marmota asomada en el saliente de un risco, informaba que unos extraños (nosotros o los buitres) invadían su territorio. En esa parte del Pirineo las marmotas abundaban realmente, aunque yo era la primera vez que veía una. Era emocionante estar sumido en medio de la naturaleza y ser un mero observador ante el discurrir de la vida. Es algo intenso lo que sientes, muy distinto a estar en tu casa aburrido viendo la tele o metido en un tumulto de la ciudad. Te sientes parte de la naturaleza, de la vida, de la montaña, y tu espíritu, tu cuerpo se sienten fuertes, regenerados, llenos de vitalidad. El hombre vuelve a sus orígenes, a su verdadero ser, a su verdadera identidad.
Casi en la terminación de este pequeño y simpático valle, y en la proximidad del oblicuo Vallée d’Ossoue que se abría ante nosotros, estaba la pequeña cabaña o Refugio de Lourdes. Una pequeña casita que aún no estaba terminada y seguían enluciendo, en la que paramos a comer, descansar y reponer fuerzas. Parecía que el tiempo empeoraba, se cubría más el cielo pero no llegaba a caer nada. Las conversaciones, risas y chistes adornaban la sobremesa.
Después de comer debemos seguir la marcha. El Vallée d’Ossoue es amplio, bonito y verde; cubierto de coloreadas y hermosas flores. Allá al fondo, en el principio del valle, una enorme barrera, un murallón lo cierra hacía el noroeste. Es una especie de circo coronado por el Vignemale, sobre todo los picos Petit Vignemale y Punta CHausenque rodeados en sus laderas por una masa blanquecina y alargada: el Glaciar d’Ossoue. El segundo glaciar más extenso de los Pirineos después del Glaciar del Aneto. Dicho glaciar se veía pequeño y frágil desde aquí, aún no se apreciaban sus dimensiones reales, ni su original belleza.
El valle por el que caminábamos era amplio y ancho, rodeado al norte por unas montañas escarpadas y repletas de paredes, y hacía el sur por suaves pendientes que se iban empinando y encrespando a medida que se acercaban al Vignemale. El fondo es plano pero surcado por pequeños montecillos de suaves pendientes; antiguas morrenas y excavaciones del gigantesco glaciar que hace cientos de años horadaba el Vallée d’Ossoue terminando en el, también gigantesco, glaciar de Gavarnié en el valle del mismo nombre. Hoy día, el único reducto, testigo mudo de aquellos tiempos en los que los hielos reinaban en los Pirineos, es el Glaciar d’Ossoue. Es en lo que se ha reducido aquel gigantesco glaciar. Estábamos, pues, cruzando un magnífico ejemplo de valle glaciar; tan atractivo como amplio. Es un verdadero paisaje de alta montaña.
Por fin llegamos a los pies del macizo del Vignemale. Sus laderas son verticales, muy empinadas, altas y casi interminables (me parecieron a mí). Justo cuando la bien marcada senda dejaba la horizontabilidad para adentrarse en los terrenos abruptos y verticales que, no daban tregua a lo horizontal. Una magnífica y bella cascada nos anuncia la entrada en al territorio del Vignemale, como una esfinge que guarda la puerta a la inexpugnable y altiva ciudad-fortaleza del Vignemale.
La senda discurre como encajada en un profundo y vertical barranco. Intentando subir y coger altura, el desnivel que debíamos superar era considerable desde el fondo del valle hasta el Refugio de Baysselance, que era el lugar propuesto como base para las diferentes subidas o subida al Gran Vignemale o Pique Longue. Éste se encontraba a más de dos mil seiscientos metros y la subida a él desde Ossoue era especialmente pesada, esforzada y muy empinada en ocasiones, aunque la senda era una “autopista”. La senda es el GR Transpirenaico francés y estaba muy bien marcada y era ancha. Por los lugares de umbría que recorría cruzamos algún nevero de nieve vieja que se conservaba muy bien a pesar de la baja altura a la que estaba, por encontrarse en una zona muy resguardada y de laderas casi verticales que impedían la radiación solar durante mucho tiempo.
La subida era fuerte. El peso de la mochila se hacía notar sensiblemente y de nuevo mis fuerzas fallaban y me costaba mucho subir. La fuerte inclinación de la senda no se suaviza mucho, solo en pocas ocasiones. Al cabo de un rato mis piernas y mis músculos notaron el esfuerzo y poco a poco un dolor que se iba haciendo cada vez más fuerte por debajo de mi muslo derecho, impedía que pudiera subir con firmeza y ligereza; es más, el dolor y sufrimiento eran angustiosos al cabo de un rato. Mi aductor no aguantó más el esfuerzo y se sobrecargó terriblemente.
Se notaba que íbamos cogiendo altura y al pasar por una pared con tres grutas excavadas, al frente el Petit Vignemale y la Espalda de la Punta CHausenque parecían asomarse sobre la lineal capa de nieve que tenían debajo, que era el Glaciar d’Ossoue (que desde esta perspectiva no se observaba su grandeza) y estas mucho más cerca y al alcance de la mano que desde más abajo. Allí decidimos parar y pasar la primera noche en el Vignemale al comprobar que el Refugio de Baysselance estaba completo y no cabía nadie más. Poco más abajo, algunas tiendas estaban plantadas en los muy pocos terrenos horizontales que había cerca de la senda. Unos compatriotas nuestros estaban alojados en alguna de ellas, y preguntándoles nos dice que iban a irse esa misma tarde con lo cual aprovechamos para ocupar dos de las tres Grottes de Bellevue.
Estábamos a unos dos mil quinientos metros. El sol brillaba calentando la superficie de las paredes donde estaban excavadas las grutas. Paco me tuvo que dar un fuerte masaje en mi aductor y gasté la mitad del tubo de thrombocil que llevaba “Henry”. No fue instantáneo pero poco a poco se me fue calmando el dolor, aunque día y medio después aún no estaba recuperado totalmente.
La noche fue fatal. La cueva que me tocó junto con “Henry”, Jesús Calvo y Manolo Hurtado era muy húmeda, profunda y con el suelo muy incomodo. No dormí ni descansé nada bien. Deseaba que se hiciera enseguida de día para levantarme de aquel tortuoso lugar. Los otros compañeros cogieron la gruta central, más pequeña pero acogedora y con mejor suelo, sin nada de humedad.
Al otro día amanece y me doy cuenta de que estamos en un magnífico mirador: abajo todo el Vallée d’Ossoue y al fondo el macizo del Marboré, parte del Circo de Gavarnié, el Casco, la Brecha de Rolando, el Taillón y los Gabietos sobresaliendo entre los picos cercanos y más bajos. Quedan allá al fondo, como un reino distinto, un lugar lejano y distante, y a la vez cercano y conocido.
Siguiendo los pasos de Pepe Díaz, debíamos subir al Petit Vignemale (el pico más bajo de los tres miles del macizo), para luego bajar por una cresta, un nevero y llegar a la base del Gran Vignemale para, trepando, subirlo. El tiempo no era muy bueno. Las nubes inundaban y abordaban algunas montañas. Claros y nubes (más nubes que claros) era la nota dominante. Para llegar a la cumbre del Petit Vignemale había que subir a Baysselance y de allí a la Hourquette d’Ossoue; el magnífico collado que une el Vallée de Gaube y el d’Ossoue, y desde el cual se maravillan tus ojos al contemplar con todo su esplendor, grandiosidad y belleza las enormes paredes y vertientes heladas de las caras norte del macizo. Aunque cuando nosotros llegamos, después de pasar por el refugio y cruzar algunos neveros, las nubes cubrían la parte alta de estas impresionantes y enormes paredes. Aún así la emoción y la impresión son sobresalientes, y me quedé boquiabierto ante tanta belleza y grandiosidad. Con sus glaciares colgados de las pocas cornisas entre las paredes, y sus corredores helados y vertiginosos, largos, altos y verticales como el famoso Couloir de Gaube que, aunque no lo veíamos desde ese lugar, sabíamos que se encontraba allí y nos lo imaginábamos entre esas gigantescas paredes.
Las nubes cubrían parte de la subida al Petit Vignemale pero la senda y el recorrido estaba claro. Yo me iba quedando el último, ya que mi cuerpo aún no se había recuperado del esfuerzo y sufrimiento de ayer. A medida que subía y antes de que me abordaran las nubes, veía como se iba quedando Baysselance allá abajo, en una magnífica cubeta glaciar rodeado de vertientes y picos pedregosos, agrestes y algo nevados. Daba la impresión de estar en un lugar remoto, insólito y extraño, pero a la vez atrayente, enigmático y hermoso.
Más montañeros me acompañaban en la subida. Son unas montañas muy visitadas. Ya entre la niebla y cansado llego a la cumbre del pico. Todos mis compañeros (menos Jesús Calvo que, también cansado después de la paliza de ayer, se había quedado hoy descansando en las grutas) ya estaban arriba junto con otros montañeros que habían subido. Estamos a tres mil treinta y dos metros. El pico es un gran peñasco y la subida a él desde la Hourquette d’Ossoue es fácil y nada peligrosa.
Me sorprendo cuando observo que éstos discuten por seguir o no la cresta hacía el Grand Vignemale. Las nubes lo invaden todo y no se ve nada. No conocemos la cresta que parece baja por el otro lado del pico, y no sabemos los pasos que tiene, y no lo podemos ver por la niebla. Lo lógico es no seguir y bajar para no meternos en un berenjenal. No lo sabemos pero podríamos meternos en alguna situación en la cresta en la que no podríamos ni seguir ni retroceder. Por ello, la mayoría, decide no seguir. Yo opino lo mismo. “Henry” quería seguir. “¡Tu es que estás hecho un rambo!”. Llegó a decirle Paco que no se corta un pelo. Indignado y resignado tubo que bajarse con nosotros después de hacernos las fotos de rigor y de hablar con… “Hola, ¿sois españoles?”. Pregunta Paco a unos montañeros que también están allí en la cumbre. Como era un pico francés y la mayoría de estos montañeros eran franceses, Paco les hizo esa pregunta. “Vascos”, contestaron. ¡Estábamos tan lejos de nuestra tierra!, pero a pocos metros de nuestro país.
En la bajada las nubes seguían impidiendo que nuestra visibilidad fuera buena. Hacía el oeste, en dirección al Vallée de Gaube, los precipicios se abrían con un invisible abismo disimulado por las nubes y nieblas. ¡Menos mal que no llovía!
Paramos en las puertas del refugio con tejado cilíndrico para ver si nos podíamos quedar alguna noche. ¡Nada! Ni “de coña”. Era imposible. Estaba lleno a reventar y no era muy grande. Paco se indigna con los franceses que nos tratan como “tercermundistas”, al menos los guardas, con desprecio y reservas. Como represalia les roba una manta que se baja a las grutas.
En la bajada a las Grutas de Bellevue me di cuenta de las grandezas de los alrededores, no solamente de las montañas del Vignemale. El macizo que quedaba al norte también era de picos encrespados, puntiagudos, de paredes verticales y cortadas que le daban una singular belleza. Todo lo que miraras alrededor eran catedrales pétreas, fortalezas altivas inexpugnables con formas alpinas y formidables. Como el Pic de La Sede, que casi llegaba a los tres mil metros. Una pirámide de pedregosas y nivosas laderas y abruptas e inaccesibles paredes.
Ya en las grutas el sol intentaba imponerse esa tarde. Como meros espectadores, observadores de lo cotidiano y normal, vemos bajar y subir numerosos grupos de montañeros y montañeras. “¡Allé, allé, allé…!”. Gritaba una veterana montañera a su grupo de chicas jóvenes que bajaban corriendo tras ella. En la puerta de la gruta central cuelgo mi toalla del torero y el toro con un claro “España” sobre ellos. Como bandera de nuestra “Expedición gañán”, y como si quisiéramos dar a entender que aquello era “territorio español”. Las paredes junto a las entradas a las grutas se convirtieron en un improvisado tendedero y todas aquellas ropas se tendían al sol para intentar secarse. “Henry” descubrió que en el refugio, al menos, si que le vendían vino tinto (más caro de lo habitual, claro) y subió para bajarse algunas botellas para comer. Así el vino, las risas y el buen rollo predominaba en aquel rincón del Vignemale. Por un momento “Henry” dejó aquel “saco de muesli” para comer una buena comida a lo español.
Después de la noche tan mala pasada, “Henry” y Jesús deciden montar una de las tiendas en un pequeñísimo rellano de la contigua ladera, que a penas dejaba espacio en sus verticales, pedregosas y lisas laderas, para colocar nada horizontalmente. No querían volver a pasar una noche en ninguna de aquellas cuevas artificiales, a pesar de que la más alta había sido desalojada ya por la pareja de montañeros que la habitaban. Manolo Hurtado y yo no tuvimos reparo en acomodarnos en ésta última. Era mucho mejor que la otra, había paja o hierba seca que la hacían más acogedora, y espacio más que suficiente para los dos.
Después de caer el atardecer la cena no se hizo esperar. A “Henry” le gustó el vino de Bayssellance y subió a por cuatro botellas más. El tiempo parecía darnos una falsa tregua ya que parecía que se avecinaba una tormenta entre la calma de la atmósfera. Pero no pasaba nada, no nos mojaríamos dentro de las grutas y la tienda. Aunque después nos enteramos que esas grutas eran peligrosas si te quedabas dentro con tormenta, ya que atraían a los rayos que se internaban en ellas por conductos, grietas y agujeros.
La cena fue muy bien. En la gruta central el sitio era ideal para juntarnos y estar cómodos cenando. Cada uno sacaba lo que llevaba y lo compartíamos, junto con esos grandes panes redondos que Paco repartió a cada uno. Y botella de vino va, botella de vino viene. Risas. Charlas amenas y entretenidas. Manolo Cano imita el baile de Toni de Los Alba, que ese verano había actuado en las fiestas de Almoradí… una saludable y buena juerga. Me gustó. Me lo pasé realmente bien. La verdad es que los montañeros saben como pasárselo bien en los lugares más insólitos.
Se había gastado el agua y había que ir a por más. Manolo Cano me mandó al riachuelo que bajaba del mismo Glaciar d’Ossoue para llenar las cantimploras. Éste estaba en la ladera pedregosa y de fuerte pendiente. No se veía desde las grutas pero no estaba muy lejos. Con todo mi ánimo y alegría (ayudado por el tintorro) recojo las cantimploras y con mis “chanclas trepadoras” me dirijo al arroyo que cae con fuerza por la pendiente.
A lo lejos, mientras me acerco al riachuelo y me alejo de las grutas, entre la penumbra del atardecer y con una extraña luz en el paisaje, observo como desde la zona de Gavarnié-Monte Perdido se prepara una tormenta que rápidamente llegaría u ocuparía también al Vignemale. Los rayos se veían aparecer como espadas estruendosas que el cielo enviaba resplandecientes y devastadoras para castigar a la tierra. Por la altura a la que me encontraba, el espectáculo lo tenía casi en frente, a la altura de mis ojos; y entre el silencio (solamente interrumpido por el sonido del arroyo) se podía oír los auténticos bramidos de estos relámpagos; más cercanos y lejanos. Algunos incluso caían cerca de donde me encontraba, por el Vallée d’Ossoue (cercano, comparado que veía los de Gavarnié) y toda la montaña se iluminaba como un gigantesco foco que solo funciona décimas de segundo. Me iluminaba la ladera en la que me encontraba y me infundía valor, fuerza, firmeza, bienestar… mi cuerpo y mi alma unidos se regocijaban de energía y templanza al sentir como, en medio de aquella soledad, la naturaleza me ofrecía, en uno de los paisajes más bellos y magníficos, una de sus demostraciones más espectaculares de energía, poder y vida. La tormenta.
Me sentía parte de aquella fuerza, de aquella energía, de aquella comunión entre cielo y tierra. De aquel baile de la naturaleza con todos sus elementos. Por momentos me pareció estar solo en el mundo, como si no existiera nadie más que yo y la Madre Tierra. Estaba rodeado por el Espíritu de Gaia y me sentía, entre otras sensaciones y emociones buenas y agradables, el hombre más privilegiado del mundo. No tenía miedo; todo lo contrarío. Y no me hubiera importado, en esos momentos, el haber estado solo en el mundo; por que no estaba realmente solo. Las fuerzas y representaciones más auténticas de la naturaleza, me acompañaban. Me sentía en una libertad plena, fuera de las ataduras del hombre civilizado, de los quehaceres a los que el ser humano se ha impuesto a lo largo de su existencia. No tenía ataduras artificiales. Solo quería llenar las cantimploras de agua para poder beber. Todo lo demás había desaparecido, por momentos, de mi cabeza; y me di cuenta de cual era la magia que rodea a la montaña; de lo que realmente vale la pena en la vida, y de lo hermoso y maravilloso que era todo aquello que estaba sintiendo. Fue algo fantástico que hasta ahora no llegué a sentir tan intensamente en la montaña. Fue algo increíble, sensacional.
Bueno. Debía al final volver a las grutas con el agua y desandé el camino. No sin parar de vez en cuando a observar el espectáculo de los numerosos rayos que caían e iluminaban el cielo y la montaña donde aparecían.
Mis compañeros ya estaban preparándose para acostarse cada uno en su gruta o tienda. La tormenta invadió todo el cielo del Pirineo al fin, como si un manto grisáceo oscuro cubriera o guardara estas montañas, y las primeras gotitas empezaban a caer.
Yo en mi gruta nueva me acurruqué en mi saco acomodando parte del lugar donde iba a dormir. La diferencia de una gruta a otra era considerable, estaba mucho más cómodo, además la gruta era grande y suficiente para Manolo Hurtado y para mí. Poco a poco la oscuridad total y plena invadió la cueva. Deba la mismo que cerraras o abrieras los ojos, veías la misma oscuridad (eso es algo muy difícil de vivir en tu casa, en tu pueblo, en tu ciudad). Y me dormí, realmente, muy plácido, feliz, y reconfortado.
Al otro día, el día seguía malo, nublado, con algo de lluvia. La lluvia de aquella noche (de la cual ni me enteré) se había colado por grietas y rendijas, y había caído en forma de gotera a todos en la gruta central; en la tienda de fuera también les había entrado agua y viento y habían dormido mal. Incluso mi compañero de gruta, Manolo Hurtado, había dormido mal por que también le había caído agua de alguna gotera. Pues yo había dormido muy bien, no me había enterado de la lluvia ni de la tormenta.
Después de desayunar debíamos decidir lo que íbamos a hacer hoy. Queríamos subir al Grand Vignemale por la ruta normal, por todo el Glaciar d’Ossoue que teníamos en frente, arriba de nosotros. Finalmente decidimos subir hasta donde pudiéramos si la lluvia y el tiempo nos dejaban. Una lluvia intermitente y poco intensa era lo que predominaba en aquel cielo cargado de nubes que invadían y escondían el macizo del Pic de La Sede y el del Vignemale; pero aún así nos dirigimos hacía arriba en busca del glaciar. Quien sabe, el tiempo podía mejorar y subir cómodamente, o empeorar y tener que bajarnos corriendo. Subimos todos excepto Jesús Calvo que se dirigiría ese día al Petit Vignemale, más fácil para él, menos sufrido.
Emprendemos la marcha con los chubasqueros y cubre mochilas puesto y en poco tiempo llegamos a la, ahora si, gran masa, enorme, de hielo azul grisáceo, retocado por manchas de nieve, del espectacular Glaciar d’Ossoue.
Hemos recorrido una zona de rocas sueltas, pedregosas y roca lisa. Vestigios de la erosión que originaba el glaciar antiguamente cuando era más grande y bajaba a menos altura. El tiempo parece que quiere empeorar y la llovizna arrecia.
Al pie del impresionante glaciar se nos presenta un impedimento. La nieve no cubre totalmente el camino que cruza el glaciar, ya abierto por huellas de anteriores subidas. Hay una parte en la que hay que pisar hielo vivo y duro, y sería imposible si no fuera con crampones para poder pisar el hielo sin resbalarse. Cano camina un trozo para comprobar como está esa parte del recorrido. Vuelve. Nada. Imposible cruzarlo sin crampones; te arriesgas a una caída segura y a un deslizamiento glaciar abajo imparable; y muy cerca de donde estábamos las grietas afloraban, se abrían. Más arriba un grupo de montañeros ya estaban cruzando esa parte del glaciar con crampones, claro. Y en lo más alto de la loma suave y enorme del Glaciar d’Ossoue, sus grietas transversales, me dicen que es un ser vivo, que se mueve, siente y se transforma.
¡¿Qué hacer?! No se puede cruzar el glaciar. Ahora se acuerda Paco Martínez de lo que le dije los primeros días… solo yo me he subido los crampones y solo yo podría cruzar tranquilamente el glaciar. Mi astucia y precaución me recompensan con una increíble y jamás vivida experiencia, gracias a que me subí los crampones.
Una rápida decisión al cabo de un corto tiempo al pie del infranqueable glaciar. Deciden hacer la “ruta de los tres miles” del macizo del Vignemale. Esto es subir pico tras pico a lo largo del circo que guarda al glaciar, sin tocar éste, por toda la cresta de dicho circo, desde un lado casi al otro.
El Macizo del Vignemale forma un circo con los brazos paralelos algo más largos. En medio de este circo todo está cubierto de hielo, una enorme masa de hielo que es el Glaciar d’Ossoue. Para llegar al Grand Vignemale había que empezar por un brazo, hacer toda la curva del circo, y antes de empezar el otro brazo se llegaba a dicho pico. Se subían cuatro tres miles sin contar la Pique Longue o Grand Vignemale, y el recorrido pasaba por crestas muy aéreas, pasos terroríficos y algo peligrosos, y por pendientes y terrenos espectaculares.
Justo cuando mis seis compañeros partían hacía la cresta o espolón de subida al primero de los tres miles, el Montferrat, para iniciar esta tremenda y espectacular “ruta de los tres miles”, el tiempo empezaba a mejorar, una señal de buen augurio para el éxito de la jornada. Las nubes se levantaban en el macizo del Pic de La Sede. El glaciar se ve despejado y yo me dispongo a cruzarlo en solitario. “¿No te vienes con nosotros…?”. “Ya que me he traído los crampones, voy a utilizarlos”. Le digo a Paco Martínez. Observo que suben por dicho espolón, de roca lisa y empinada al otro lado de los hielos y neveros terminales del glaciar. Entonces emprendo la subida en solitario por el bello y formidable Glaciar d’Ossoue.
La suavidad el glaciar, poco a poco, empieza a endurecerse y a empinarse sus palas nevadas por las que ando. Cada cierto tiempo me paro para disfrutar de la soledad inmensa de andar por en medio del glaciar. Las vistas son impresionantes, magníficas. Allá abajo está el Vallée d’Ossoue, veo todo su recorrido, su embalse, su verdor… y toda la geografía de valles, montañas y morfología de estos Pirineos. Es increíble el paisaje.
Estoy solo en medio del glaciar. Miro hacía el Montferrat para ver si distingo a mis compañeros pero no llego a verlos. Allá abajo, después del comienzo del glaciar, aparecen dos figuras de dos montañeros que se acercan. Yo sigo parando y disfrutando de estas sensaciones que el andar por un glaciar en solitario te produce. Es fantástico. Me imagino ser un antiguo explorador que visita por primera vez estos lugares, vírgenes, en los que nadie ha estado nunca; y la sensación de ser la primera vez que me recorro un lugar tan bello, inhóspito y espectacular como éste, deja atrás sensaciones y emociones terrenales, a nivel del mar, abrumadas por ser artificiales y rutinarias en un mundo humanizado y civilizado.
Poco más arriba me meto en pleno “plateau” (como llamarían los franceses) del glaciar. Estoy rodeado, ahora si, por la corona de picos que sobrepasan los tres mil metros en este alto y formidable circo. El tiempo mejora algo más, aunque las nubes vienen y van, y el sol aparece en pocas ocasiones. De todas formas le da un aspecto más alpino y espectacular. Allá al fondo, el increíble macizo de Gavarnié-Monte Perdido, se alza espléndido, espectacular con su formidable y gigantesco circo colmado de neveros; destacando sus picos más altos, Monte Perdido y Cilindro de Marboré como dos suaves agujas que arañan el cielo y que, como si de un volcán se tratase y una fumarola escupiese humo, una única nube sale desde las mismas cimas de estos altos picos. Más arriba las nubes altas y grises encapotan un cielo que nos va dando una tregua y da una pincelada gris, oscura a este lienzo pirenaico. En el centro del glaciar, el hielo vivo cruzado por grietas horizontales y algunas transversales le da un aspecto estremecedor, de fragilidad y de belleza helada a la vez. Alrededor, la nieve baja de las faldas de los picos que lo rodean: Montferrat, Pico Central, Cerbillonar por la izquierda, y el Pic du Clot de La Hount, Grand Vignemale, Pitón Carré, Punta CHausenque y Petit (Pequeño) Vignemale a la derecha.
Ahora la senda trazada en la nieve se va acercando a una de las paredes de los picos. Es la desgajada pared del Grand Vignemale que se asoma a la vertiente del glaciar. Los dos montañeros que se veían en la lejanía, se están acercando ahora. Yo me sigo parando para disfrutar del paisaje, del momento, y me tomo la subida con tranquilidad. ¡Para qué prisas!, si le llevo ventaja a mis compañeros. Por cierto ¿Por qué pico irán?
Las pisadas ya han llegado a la rocosa y cuarteada pared del Grand Vignemale. Me detengo y observo la trepada por las faldas del pico, no me parece muy difícil, nada difícil. Está inclinada pero tiene muchos agarres y salientes. Sigo observando y veo que otro grupo de pisadas dejan la pared en el mismo punto y se dirigen al collado entre el pico Cerbillonar y el Pic du Clot de La Hount. Intento ver por donde van mis compañeros, pero sigo sin verlos, no los distingo por la corona de tres miles y no sé por donde van.
Me decido. La subida debe de ser ésta, trepando hasta un punto en la cresta cerca de la cumbre del alto pico. Empiezo a quitarme los crampones de correa que tan buen papel me han hecho; entonces los dos montañeros que me perseguían se reúnen conmigo en la base del pico. Van encordados, con los piolets en las manos y parece que van preparados. Son franceses, y el de delante, el que va primero me dice algo en francés. “I don’t understund”. Entonces me pregunta en inglés cual es el camino para subir el Grand Vignemale. Yo le respondo en ingles lo que sé. “I think the way is this”; señalando la trepa. El francés me ha entendido pero no lo ve claro. Mira confuso a un lado, a otro la pared resquebrajada… al cabo de corto tiempo decide seguir por las huellas en la nieve hacía el collado anteriormente citado, y su compañero, encordado, le sigue. “Orguaá”. Yo no desisto en mi decisión de subir por aquí. Paso de calentarme la cabeza en ir a inspeccionar otro lugar para poder subir. Creo que es factible y que irá directamente a la cima del pico. Así pues empiezo mi solitaria trepada al Grand Vignemale.
La escalada es fácil y entretenida. A veces algo aérea y poco peligrosa por el mal estado de la roca que se deshace nada mas tocarla, y hay que tener cuidado en donde se ponen las manos y los pies. La verdad es que es rápida y me recreo a medida que voy subiendo saboreando el momento de soledad, plenitud y sobre todo por este momento de montaña lleno de emociones y sensaciones.
En una parada en la subida, al poco tiempo de comenzar, oigo unas voces detrás mía, inconfundibles: “Esto es como Abanilla-Crevillente… hay que subir a todos los picos…”. Era la clara y franca voz de Paco Martínez. Entonces me volví y observé como un grupo de gente, montañeros, bajaban del Cerbillonar hacía el collado entre éste y el Pic du Clot de La Hount. Eran mis compañeros que por fin tenía noticias de ellos. Me alegré y a la vez me sorprendí al oír aquella frase; seguramente ante la pregunta de que por que debían subir todos los picos si se podían bordear alguno de ellos. ¡Este Paco, como siempre, tan afanado en la montaña!
Al poco tiempo llego a la cresta desde la cual me asomé con vértigo y miedo a los increíbles abismos de la vertiente norte del Vignemale. Realmente unas paredes de unos ochocientos metros de desnivel (o más), verticales, lisas, infranqueables, terroríficas. En una amplia longitud que ostentan los picos desde el Petit Vignemale al Pic du Clot de La Hount, salpicados de glaciares y corredores helados. Debo seguir por la cresta hasta el pico que quedaba a corta distancia. No me asomé demasiado por la vertiente norte, no me acostumbraba a sentir ese cosquilleo en la barriga cada vez que miraba. Era una especie de temor, vértigo y asombro.
Por fin llego al pico más alto del macizo. Estoy en el Grand Vignemale o Pique Longue a tres mil doscientos noventa y ocho metros de altitud; a tan solo dos metros de los tres mil trescientos. No había nadie arriba, estaba solo. El tiempo se despejaba y el cielo azul se iba abriendo y descubriendo sobre el macizo. El paisaje era espectacular. Pocas veces he tenido el placer de disfrutar de semejante espectáculo, de semejantes imágenes a mí alrededor, abajo o al frente… de semejantes emociones y sentimientos vividos y compartidos entre mi solitaria alma y el espíritu de la montaña, en un lugar increíble y majestuoso.
El Pic du Clot de La Hount quedaba tras mía y observé como mis compañeros ya bajaban de él. Cogían la cresta que se dirigía al último de su “ruta de los tres miles”, al Grand Vignemale, donde me encontraba yo solo con el eje geodésico que señala la altura máxima. Las vistas hacía Baysselance, Hourquette d’Ossoue, Petit Vignemale y al macizo que quedaba detrás del Pic de La Sede, eran espectaculares, increíbles: crestas vertiginosas, picos rodeados de escarpadas vertientes, paredes, espolones… rodeados de anchos valles, altos de suaves pendientes y laderas manchadas con neveros grandes y pequeños, que le daban un toque encantador a esta demostración de vigor y fuerza pétrea, a estos lugares tan inhóspitos como bellos, a este paraíso del alto Pirineo…
Al fondo, hacía el este, pude admirar una parte de los Pirineos que desconocía y me atraía: El Balaïtous, ese Cervino del Pirineo (según de donde se observe), alto, encrespado y puntiagudo; los Picos del Infierno con su característica diferencia de colores en sus rocas, ya al fondo la torre vigía del Pirineo Occidental, el Pic du Midi d’Ossau; alejada como una verdadera fortaleza vertical e infranqueable.
Espléndido paisaje el que disfrutaba y con tiempo para, a parte de fotografiarlo con la cámara de mi comunión, con la más perfecta de las lentes, mi retina, y la más perfecta de las memorias, mi mente. Abajo, en el glaciar, observé, como si fueran hormiguitas que suben por una gran hoja de platanero, varios grupos de montañeros surcando el mismo camino en la nieve que anteriormente había recorrido yo; y perfectamente el Glaciar d’Ossoue enteramente con todo su esplendor, formas, grietas, hielos, rimayas; y el juego que las sombras y los rayos del sol reflejados en su blanca nieve o gris pálido hielo, hacía en su superficie ayudados por blancas y algodonosas nubes.
Al rato mis compañeros llegaban a la cumbre y se reunían conmigo, justo el mal tiempo y las grandes nubes empezaban a ganar terreno. Abrazos, enhorabuenas, fotos de rigor, ¡¿Cómo ha ido todo?!, ¡¿Cómo te ha ido?!… Pasamos un corto rato. Disfrutamos del éxito, de la alegría de estar en la cima más alta del Vignemale, uno de los macizos y montañas más espectaculares del Pirineo.
El viento arreciaba, se podía decir que no venía muy templado, más bien gélido y tempestuoso. Las nubes empezaban a rodearnos y amenazaban con engullirnos si no bajábamos pronto de allí. Por ello “Henry” nos animó a bajar apresuradamente, con el nerviosismo y desasosiego que le caracterizan. Decidimos bajar destrepando por donde yo había subido hasta los límites del glaciar, y una vez allí desandar mi camino.
El destrepe se hizo sin problemas, casi por el mismo sitio por el que había subido yo. Uno a uno íbamos bajando poniendo cuidado en donde poníamos los pies y las manos, a veces de cara a la pared y otras de espalda a ella. “¡¿Tu has subido por aquí…?!”. Me preguntaba extrañado y sorprendido Manolo Hurtado. La verdad, no lo veía tan imponente ni peligroso. Pero a él le parecía una proeza subir por aquella desgajada y destrozada pared solo, con el único apoyo de uno mismo. La verdad, me pareció que exageraba.
Ya bajo la pared y en el mismo punto donde dejé el nevero del glaciar y empecé a trepar, me paré para ponerme mis buenos pero laboriosos crampones de correa. Aunque al final, solidarizándome con mis compañeros, decidí no ponérmelos. Mientras, éstos, se adelantaban para pararse algo más abajo cerca de la salida y parte más alta del Couloir de Gaube para hacerse algunas fotos con la magnífica vista del puntiagudo y espectacular Pitón Carré, y más detrás la Punta CHausenque que mostraban unos perfiles impresionantes , enérgicos y asombrosos; parecían verdaderos hitos que desafiaban las leyes de la gravedad, desafiando los contornos en los que se encontraban los abismos de la cara norte, vertical y grandiosa del macizo del Vignemale; o por los blancos y suaves neveros del Glaciar d’Ossoue que adornaban sus faldas antes de que se empinaran y oscurecieran por el color de sus piedras sueltas y desgajadas, y de su roca granítica. El macizo del Vignemale sigue impresionándonos, sus picos, glaciares, lugares… no para de asombrarnos con sus perfiles y formas.
Me reúno con mis compañeros y seguimos bajando glaciar abajo. Pasamos por sitios en los que el glaciar deja ver su hielo más puro y resbaladizo, y es inevitable cruzar estos pasos. Con saltos controlados, pasos largos y con mucho cuidado salvamos el obstáculo. Llevamos un cordino para asegurarnos de alguna forma en pasos y recorridos peligrosos, pero al final entre cambio de opiniones, objeciones y consejos decidimos no usarlo; aunque lo hayamos sacado con esa intención. Yo, el peligro que veía entonces en ese paso no era el que te pudieras resbalar (si no llevabas crampones) si no, en que en el salto o sorteando el hielo un falso o débil puente de nieve se podía hundir bajo tus pies, y caerte irremediablemente en una estrecha pero profunda y peligrosa grieta del glaciar. Entonces el ir cogido o atado al cordino podría asegurarte, algo más, el evitar colarte si llegara a ocurrir. Y esto es algo que les pasaría a los que llevaran crampones como a los que no.
Casi al final del glaciar la nieve desaparecía y había que cruzarlo por una zona de hielo vivo y muy resbaladizo. La zona de hielo que debíamos recorrer no eran tres o cuatro pasos, sino varios metros con algo de inclinación. Era el lugar que había echado atrás a mis compañeros para subir por el glaciar, o sea, que estábamos al final ya prácticamente. ¿Qué hacer? ¿Que podemos hacer? El debate estaba abierto. Buscar otro paso con nieve; cruzarlo atados al cordino… Mientras hablábamos, pensábamos y debatíamos llegaron la pareja de franceses con los que había hablado en la base del pico. Ellos llevan otro cordino e iban atados (la verdad es que a ellos no los vi en la cumbre, ni a los numerosos grupos que subían por el glaciar, cuando ya me encontraba en la cima esperando a mis compañeros). Entonces surgió la idea de que éstos nos ayudaran: juntamos su cuerda y la nuestra; uno de ellos se puso delante y el otro detrás de la corada para afianzar una posible caída o resbalón de la misma. Ellos, claro está, llevaban crampones y piolet, yo le dejé un crampón a uno, y el piolet a otro de mis compañeros y me quedé con un solo crampón, para que así, al menos, tuviéramos aunque sea, un solo punto de apoyo o seguridad; junto con ir agarrado de la mano, como un pasamanos, a las dos cuerdas. Y así reiniciamos de nuevo la marcha.
En el centro del hielo “Henry” resbala y cae agarrado a las cuerdas que lo paran para que no se deslice glaciar abajo. Éste se levanta y reanuda la marcha sin la mayor consecuencia. Paco le dice: “¡Ahora que ya estamos en el final te caes!”. Iba detrás de él y cuando Paco pisó en el mismo sitio, resbaló igual que “Henry”. “¡Joder! le digo a “Henry” que se cae al final ya, voy, y me caigo igual que él”. En ocasiones es mejor no hablar, sobre todo cuando tienes que pasar por el mismo sitio que tu compañero y lo estás siguiendo, por que, aunque lo veas, te puede ocurrir lo mismo ¡¡je, je!! La verdad es que todos resbalamos en el mismo sitio aunque algunos no cayeron. Entre tirones y caídas, nuestro compañero y amigo francés de atrás, se clavó el piolet en su bota de piel haciéndole un pequeño agujero. Esteban que iba delante mía y yo delante del montañero francés, se vuelve dándose cuenta de lo ocurrido y le pregunta si está bien y si se ha hecho algo en el pie. Éste le dice por gestos que no pasa nada, que todo va bien y no se ha hecho nada.
Cuando por fin llegamos al otro nevero al final del recorrido glaciar, decidimos inmortalizar el momento haciéndonos unas fotos. Abajo, en tierra firme, nos despedíamos de nuestros amigos agradeciéndoles la ayuda prestada. En sus caras se notaba una pizca de ironía, entusiasmo y alegría, como si estuvieran pensando: “Estos españoles están locos”.
Rápidamente llegamos a nuestra roquera y agradecida base, las Grutas de Bellevue. El cielo se encapotaba de nuevo y las nubes ya cubrían las cimas de los altos picos del Vignemale pero no amenazaba lluvia. En “nuestras cuevas” (parecía que ya eran nuestras después de pasar tres días en ellas) Jesús Calvo ya había bajado del Petit Vignemale y nos intercambiamos experiencias. Después de comer y celebrar el éxito de coronar el Grand Vignemale y mis compañeros, la mitad de la corona de tres miles del Vignemale también, decidimos bajarnos e ir adelantando camino. No nos va a dar tiempo a ir al Circo de Gavarnié, cruzar la Brecha de Rolando y bajar a Ordesa (como en un principio se planeó) así que seguiremos por el Vallée d’Ossoue y haremos noche en el Refugio de Lourdes que fue donde paramos a comer a la ida cuando salimos de Bujaruelo.
Hacemos nuestras mochilas y empezamos la bajada por la misma senda por la que habíamos subido. Ahora mirando hacía abajo se observaba la fuerte pendiente y el gran desnivel que salvaba la senda. A veces excavada en la roca, a veces se adhería a las laderas de la montaña en forma de zigzag o como una línea que corta el barranco por el que baja el Río des Oulettes.
Ya abajo, la excepcional cascada del río que baja del mismo Glaciar d’Ossoue, nos indicaba que ya habían terminado las fuertes pendientes y laderas empinadas, y que el valle se presentaba suave y casi horizontal en su fondo. Era la misma puerta que habíamos atravesado para entrar en el Macizo del Vignemale, la utilizábamos ahora para salir. Como todo buen montañero, nosotros nos bajábamos la basura hasta el primer contenedor. No dejamos o intentamos no dejar rastro material o artificial de nuestra presencia o estancia en la montaña. Bajado una de las bolsas de basura que llevaban las botellas de vino vacías, se rompe cayéndose una botella y rompiéndose ésta. Intentamos recoger los vidrios de la tierra, cuando Paco Martínez dijo algo parecido a esto: “Déjalo ahí, no lo recojas. Esto es Francia, que se lo queden los franceses…”. A lo que yo pensé indignado (pocas cosas suelo decir, y suelo ser un conformista en muchas otras, pero esta vez me había tocado la moral y mi amor por la naturaleza) contestándole al poco rato: “Esto no es ni Francia ni España, son los Pirineos, no importa en que país se encuentre…”. Manolo Cano me dio la razón y ayudó a limpiar la senda de vidrios que intentamos dejar lo más limpia posible.
El transcurso de la marcha por el fondo del valle se hacía suave y tranquila. La senda se agrandaba y se convertía en camino. Dejábamos atrás a nuestra espalda el Vignemale, como un objetivo cumplido del que ya pasábamos página. Como una aventura ya vivida que estamos rumiando y encajando en nuestra mente para luego contar. Desde luego fue la más grande aventura, viaje, experiencias y emociones que yo había vivido hasta ahora. Y después casi de diez años recuerdo aquellos momentos con alegría, nostalgia, melancolía y entusiasmo a la vez… aunque estas emociones han sido superadas en otros lugares, nunca olvidaré lo que llegué a vivir allí, las experiencias que tuve y los sentimientos que afloraron en el Vignemale.
Junto al pequeño embalse que se encuentra en el centro del valle, descansamos un rato con la plácida visión de unas aguas calmadas, transparentes y limpias que reflejan la belleza y grandiosidad del Vignemale al fondo. De aquí a la Cabaña de Lourdes no hay mucho. Una marcha ligera y entretenida por el verde y floreado Vallée d’Ossoue.
La Cabaña de Lourdes es un pequeño refugio que lo estaban terminando de construir, en la que cabían poca gente pero en la que unas pequeñas literas y un suelo limpio intentaban acomodar y mejorar su estancia pero sin llegar a ser realmente acogedor. La noche pasó durmiendo casi cómodamente (creo que no tanto como en la última cueva de las Grutas de Bellevue, ya que me tocó dormir en el suelo) pero soportando el insoportable ruido de algunos fuertes ronquidos de alguno de mis compañeros que tanto me molestan para dormir.
Al otro día solo nos quedaba recorrer el Vallée de La Canau, valle arriba. Ese pequeño y verde corredor que une el Vallée d’Ossoue con el Valle de Bujaruelo o de Ara, Francia con España, por el Puerto de Bernatuero. El día parece bueno por la mañana. El sol nos picará a partir de media mañana y el calor será notable. Este año mil novecientos noventa y cinco pasó a la historia por su invierno tan templado, seco y casi veraniego en el Mediterráneo. Aunque los grandes neveros en el Vignemale seguían aguantando la normal temperatura de los Pirineos en verano.
Ahora el paso del Puerto de Bernatuero era fácil de encontrar; y al otro lado de una vertical loma se hallaba el perfecto círculo del Ibón de Bernatuero, hundido en el fondo de lo que parecía un gran cráter. Paramos en las orillas del mismo a almorzar y descansar, incluso nos atrevimos a darnos un chapuzón en las (aunque parezca mentira) gélidas aguas del ibón. A unos dos mil trescientos metros de altitud, yo solo me atreví a mojarme hasta las rodillas. Era increíble. No había nadie en aquel paradisíaco lugar excepto nosotros. Parecía que el mundo fuera enorme y solitario. Los Pirineos parecían monumentales y gigantescos, aunque después de la hazaña realizada en el Vignemale me parecían como una bella y hermosa “giganta” dominada y domesticada… ¡¿hasta cuando?! Hasta el próximo viaje a los Pirineos en el que nos planteemos otro reto, otra cumbre, otra aventura.
Algunos compañeros nuestros habían aprovechado el descanso en el ibón y la máxima altura del recorrido de hoy, para subir al inhiesto Pico de Bernatuara, de algo más de dos mil setecientos metros de altitud. ¡Son unas auténticas “máquinas” esta gente!
Estábamos muy a gusto pero debíamos marcharnos, seguir la senda y bajar a Bujaruelo dejando atrás las transparentes y limpias aguas del recóndito Ibón de Bernatuero, cuyas tranquilas y frescas aguas reflejaban como un gigantesco espejo el limpio, claro, cielo de los Pirineos, y sus verdes y bellas montañas.
Poco más abajo llegamos rápidamente a Bujaruelo. El lugar rebosa de gente, turistas y personas que pasan allí el día o una semana, pagando en el camping y presumiendo que están en plena naturaleza. Para nosotros acabamos de llegar a la civilización. A los coches, el ruido, el griterío, la muchedumbre, las colas, esperas, aglomeraciones…
Pasamos junto al bien conservado y antiguo puente románico sobre el río Ara y a orillas del mismo. Dejamos las mochilas y tirados sobre la verde y fresca hierba nos sentimos héroes, guerreros rodeados por gente de a pie, ciudadanos de la gran urbe que son los Pirineos, con sus murallas para protegerlos y nosotros como sus guardianes para defenderlos.
Esta vez, picado por el atrevimiento y osadía de mis compañeros en el ibón y por el molesto sol del mediodía, me acapuzo y me baño en las limpias y frías aguas del río Ara para refrescarme del sudor y sofocante calor. El agua helada te revitaliza y despierta tus sentidos pero no conviene estar mucho tiempo inmerso en ella. Salgo nuevo y casi tiritando, pero el sol me ayuda ahora a recuperar mi calor perdido.
De Bujaruelo a Torla nos queda a penas dos horas de marcha. Ahora por camino y carretera la civilización y la humanización van rodeándonos, y nosotros volvemos como animales salvajes al mundo domesticado y sumiso que un buen día dejamos.
Aunque no he vuelto a ir, el Macizo del Vignemale me cautivó. Aparte de la espectacular montaña y el paisaje en sí, fue el estupendo viaje que realicé con unos compañeros excepcionales; las emociones y sentimientos que afloraron entonces y las situaciones y vivencias que se quedaron impresas en mi alma de montañero. La “expedición gañán 95” fue un gran éxito que se trasladó, durante mucho tiempo, a mi vida cotidiana, animándome y radiando energía y fuerza. Nunca olvidaré este viaje. Sus recuerdos tendrán siempre un rincón en mi corazón.
Relato sacado del artículo RUTA DE LOS TRESMILES EN EL VIGNEMALE escrito con el mismo título en el número 11 de la desaparecida revista Centro Verde del Centro Excursionista Almoradí, en diciembre de 1.995:
“El Vignemale que Henry Russel consideraba su feudo particular, es, sin duda, una de las montañas y uno de los macizos más impresionantes de todo el Pirineo. Su glaciar, aun no siendo de los mayores, está rodeado por un rosario de picos que desde el Pequeño Vignemale hasta el Montferrat, constituyen las siete perlas de esta real diadema. Es de sobre conocido que Russel hizo excavar grutas (la del Paraíso, la de Las Damas y la de Bellvue) en la roca para servir de abrigo y que también hizo levantar una pirámide de 2 mts. de altura (que la siguiente tormenta se encargó de demoler) a fin de que “su” Vignemale alcanzase los 3.300 mts. de altitud”.
Juan Buyse
“Los Tresmiles del Pirineo”
Con esta introducción empiezo a contar lo que fue el viaje al Pirineo del pasado agosto. El objetivo fue hacer la cumbre del Gran Vignemale o Pique Longue, la mayor altura del Macizo del Vignemale. La salida se hizo desde el aparcamiento del Hotel Ordesa a pocos kilómetros de Torla, para coger carretera arriba camino de Ordesa empezando una travesía tan bella como esforzada y, a veces, dificultosa.
Era lunes 7 por la tarde cuando salimos al encuentro del Vignemale. Camino de Ordesa y una vez cruzado el Puente de Los Navarros que sortea el Río Ara seguimos por la pista forestal que sigue a lo largo del Valle de Bujaruelo, justo detrás del Valle de Ordesa. Ya no veíamos el Circo de Carriata y sus escarpadas paredes, ni el alto Mondarruego; ahora estábamos metidos en el bonito y boscoso Valle de Bujaruelo en busca de su camping para pasar esta noche. La nota negativa la pusieron los innumerables coches que subían o bajaban de dicho camping, sin respetar, como siempre, las diferencias entre los que andábamos y los motorizados, “animales que rugían deseosos de encontrar su meta mientras escupían gotas de aceite discretamente y echaban humo a discreción”. También acompañados de unas corrientes de alta tensión, “lianas que temblaban de miedo desde las alturas de esas torres de aspecto antinatural”. Anocheciendo llegamos al camping de Bujaruelo donde hicimos noche; allá arriba se veía el aún desconocido pico de Bernatuara, punto de referencia para cruzar a la vertiente francesa.
El martes 8 se hizo la marcha más larga, la de aproximación al Vignemale. Se salió de Bujaruelo por la senda que va a Gavarnie por el Puerto de Bujaruelo o Gavarnie. La senda recorría lugares de umbría del Valle de Bujaruelo; al poco tiempo dejamos esa senda para coger otra hacia el puerto de Bernatuero por prados de alta hierba. Quizá una indicación equivocada nos hizo subir 200 mts. más arriba del puerto, abajo quedaba el Ibón de Bernatuero y el Puerto a 2.336 mts.; atrás quedaba el boscoso Valle de Bujaruelo, delante el Pirineo francés y el pequeño Vallée de La Canau. Valle abajo las marmotas iban notando nuestra presencia sin espantarse. Al final de este pequeño valle estaba el pequeño refugio de Lourdes a 2.018 mts., donde paramos a comer, al fondo, entre las nubes rasantes, se entreveía el Macizo del Vignemale. Siguiendo la senda, esta vez por el Vallée d’Ossoue, pasamos junto al embalse del mismo nombre en el Río des Oulettes, río que ha podido desfigurar la forma en U de la erosión glaciar de este valle. Al cabo de un tiempo la horizontalidad del valle cambiaba a una verticalidad de fuerte pendiente. Entre cascadas y neveros seguíamos senda arriba en busca del alto Refugio de Bayssellance. En medio de espesas nieblas y a una media hora de dicho refugio paramos junto a unas cuevas labradas por el hombre (grutas nombradas en la introducción). Allí pasaríamos la noche ya que nos enteramos de que el refugio estaba completo hasta mediados de agosto; unas cuevas algo profundas y húmedas, y otra seca y pequeña.
Al otro día, miércoles 9, se intentó la subida al Gran Vignemale o Pique Longue, sin embargo, por unas indicaciones algo incomprendidas o mal utilizadas se siguió senda arriba hacia el refugio. Más arriba de la Hourquette d’Ossoue se veían, aunque nubladas, las paredes y caras norte del Petit Vignemale (Pequeño), Punta Chausenque y Gran Vignemale. Senda arriba llegamos al poco tiempo, al primer y más bajo “Tresmil” del macizo, el Petit Vignemale (3.032 mts.). las nubes lo abordan todo, la visibilidad era muy poca y junto con el desconocimiento de la cresta que lleva al Gran Vignemale desistimos de seguir adelante y volvimos al refugio. El Refugio de Bayssellance a 2.651 mts. es el refugio guardado a más altura del Pirineo, y uno en los que más caro está el vino. De nuevo en “nuestras” cuevas pasamos la tarde cada uno a su manera, descansando sobre todo. Mientras en frente de nosotros el Macizo de Gavarnie-Monte Perdido nos mostraba el monstruoso circo y entre las nubes, unas veces uno y otras otro, los Picos del Gabieto, Taillón, Brecha de Rolando, El Casco, La Torre, Los Picos de La Cascada, El Marboré y los Astazou; y arriba de nosotros las vertientes del Petit Vignemale, Espalda y Punta Chausenque, y el Glaciar d’Ossoue colgado como un pequeño nevero.
Jueves 10 fue el día decisivo para hacer el Gran Vignemale. Partimos temprano de las grutas por la senda que dejamos nada más comenzar para coger a la izquierda la subida “normal” al Gran Vignemale. Subimos por lisas rocas que el glaciar antiguamente pulió. El tiempo no acompaña en la subida, al llegar a la cola del glaciar incluso caía agua-nieve. En el glaciar no todo el camino era nieve, uno de los primeros pasos era de hielo descubierto y hacía falta llevar los crampones puestos para cruzarlo. De los 7 que íbamos solo yo llevaba crampones, así pues se decidió ir por la cresta del circo, “la ruta de los tresmiles” para llegar al Gran Vignemale sin pasar por el glaciar. Yo decidí atravesar el glaciar solo, puesto de crampones, polainas y con el piolet en la mano empecé a cruzar las pendientes de hielo y nieve del Glaciar d’Ossoue, el segundo glaciar más extenso del Pirineo, por detrás del del Aneto. A medida que ascendía veía como los otros tres montañeros subían el Montferrat (3.219 mts.), Pico Central (3.235 mts.), Cerbillona (3.247 mts.). Llegando a la base del Gran Vignemale, ellos bajaban del Cerbillona y llegando a la solitaria cima del Gran Vignemale o Pique Longue, ellos hacían el siguiente pico inhiesto al Gran Vignemale, el Pic Du Clot de La Hount (3.289 mts.). Al poco tiempo terminaba la afanosa, dificultosa y temerosa cresta de los tresmiles en el Gran Vignemale a 3.298 mts., una espectacular hazaña que pude contemplar desde el fondo del glaciar. Todos reunidos en la cumbre del Gran Vignemale, todos los montes que nuestra vista alcanzaba estaban más debajo de nosotros, menos el lejano Monte Perdido y Cilindro de Marboré.
Todos bajamos por el glaciar admirando el Couloir de Gaube, una especie de espectacular collado y balcón a la vez entre el Pitón Carré y el Gran Vignemale. Pero no todos los peligros habían pasado; el paso de hielo del glaciar necesitaba una especial atención por el peligro de resbalarse y salir despedido o encajarse en una grieta del mismo. Por suerte unos franceses, que no paraban de decirnos que estábamos locos, nos ayudaron a pasar juntando su cuerda y la nuestra, y todos los patinajes quedaron en un pequeño susto.
Después de comer en las grutas, en la tarde de este día y todo el viernes 11 hicimos el mismo recorrido para volver a Torla. “Sin pedir disculpas ni dar gracias a los dioses por haber subido a su alta morada, y haber disfrutado con sus magníficas vistas, sin haber traqueado en la puerta de piedra en mitad de subida a la Pique Longue”.
Este viaje lo hice junto con Paco Martínez, Esteban Parres, Manolo Cano, Manolo Hurtado, Mariano Díaz, José Manuel Ferrández (“Henry”) y Jesús. Mi enhorabuena a estos “gañanes” del Pirineo por esta magnífica aventura.