Aprovechando las vacaciones invernales de carnavales que alguien inventó hace tiempo y que llamaron Semana Blanca, siempre para los profesores, claro; nos dirigimos mi, desde hace pocos años, nuevo compañero de montañas Jesús Santana y yo al mítico Valle de Pineta. Creo que, al igual que el anterior año que vine, el objetivo era subir al Monte Perdido por su bella cara norte… nada más lejos de lo que hicimos.
De nuevo convencí a mi compañero para dirigirnos a esta bella y difícil parte del Pirineo con un pensamiento e idea nada más lejos de la realidad. Jesús no había visitado el Valle de Pineta y confiado en mi gusto por los lugares bellos y recónditos, aceptó el objetivo. También atraído, supongo, por la cara norte de Monte Perdido, una montaña tan atrayente como altiva.
Era febrero del dos mil tres y los Pirineos estaban a rebosar de nieve en pleno invierno. Quizás no aprendí en las salidas anteriores el desgaste físico y anímico que me produce la abundante nieve blanda; pero en ésta si que lo descubrí afortunada o desafortunadamente.
Así pues, cogimos el Daewoo Lanos dirección Ainsa, Bielsa. No sé si antes de llegar a Ronatiza o después alquilamos las raquetas; el hecho es que previendo la abundante nieve nos hicimos con estas “chanclas” especiales. Ya en Ronatiza no hay casi nadie en el solitario refugio, salvo un guarda loco y maño que se ponía a escalar la pared exterior del refugio (en el que tenía instalado un rocódromo) y pasaba junto a la ventana del baño del piso de arriba mientras estabas defecando.
La nieve es abundante mucho antes de llegar a Ronatiza y en las orillas de la carretera la blanca nieve se amontonaba, al igual que en las puertas del mismo refugio en los que los montones llegaban casi al techo. Conversando con el intrépido y hábil guarda (era como un Alberto “uñarrategui” en miniatura), nos aconsejó no ir al Balcón de Pineta, había mucha, mucha nieve, muy blanda y además riesgo cinco de aludes (el máximo); cuando en el Valle de Pineta y sobre todo en esa zona, un riesgo tres ya es peligroso. Así que no se me ocurrió otra cosa que tirar hacía el macizo de La Munia, de nuevo a la Cabaña de La Larri.
El día estaba nublado, las nubes lo anidaban todo, pero ni llovía ni nevaba. Ciertamente comprendí lo que es riesgo de aludes grado cinco en Pineta: un concierto de aludes y fuertes bramidos con desmoronamientos de la montaña nos sorprendía a cada momento por todas partes del valle y en sus montañas.
Subiendo a la Cabaña de La Larri y saliéndome por un momento de la nevada senda del GR-11, me colé en un agujero hecho por mi mismo en medio de la nieve y luego no podía salir. La nieve estaba hueca por abajo; una cosa muy rara y una nieve muy mala para andar. No sé lo que tardé en salir pero sé que terminé agobiado y excavando la nieve como un topo en su madriguera.
Por fin llagamos a la Cabaña de La Larri. Llevábamos las tiendas y queríamos probarnos acampando en medio e la nieve, así que seguimos adelante, más allá de dicha cabaña en dirección al corazón de los Llanos de La Larri, para acercarnos lo máximo a La Munia y su subida. Andando la nieve seguía siendo muy abundante y una fina y gris nube cortaba el circo sin nombre que rodea a los Llanos. Más adelante algo me desanimó a acampar allí: el camino que debíamos seguir pasaba por unas pendientes muy empinadas peligrosamente cortadas por corredores de aludes, por ello vi peligroso andar por esa zona y por tanto, si no íbamos a andar o dirigirnos a La Munia por ese paso, era una tontería acampar allí en medio. Por ello lo más cómodo y sensato, pensé, era pasar la noche en la Cabaña de La Larri. Aquí un gran montón de nieve cubría parte de la entrada, así pues decidimos quitar algo de esa nieve para poder entrar, con una vieja pala que encontramos, casi rota, en el interior. Así, casi arrastrando las mochilas, pudimos ocupar el pequeño refugio.
Antes también habíamos intentado subir a La Estiva y su pequeña cabaña para tirarle desde allí, como hice la primera vez, a las cumbres más altas del macizo de La Munia. Pero al atravesar dos aludes de nieve ya caída, te hace pensar en lo peligroso que se pone el subir por esas cuestas, al menos sientes un respeto o miedo especial al pensar que en cualquier momento te puede caer un alud encima y enterrarte; y con el mochilón hacer más difícil el rescate o el salir de la nieve (después aprendimos a que hay que ir con la mochila desabrochada al pasar por zonas de aludes, para poder quitártela rápidamente y no te estorbe ni te mande, por el peso, al fondo del alud, en caso de que caiga alguno). El único campo base que yo veía era el de la Cabaña de La Larri… igual exageraba un poco el miedo o quizás, verdaderamente estaba justificado, lo importante es que no lo comprobé. A lo largo de todo el camino, numerosas huellas de avalanchas y aludes asolaban por doquier, alguna especialmente amplia en los Llanos de La Larri, y a la vez no parabas de oír el fuerte y pavoroso bramido de la montaña cuando expulsaba toneladas de nieve en cualquier parte del valle.
Al atardecer en la Cabaña de La Larri el día parecía que se despejaba poco a poco, las nubes empezaban a levantarse y ya se perfilaban los contornos del Cilindro de Marboré y Monte Perdido, helados, cubiertos por nieve, hielo y ese peculiar toque blanquecino-grisáceo que le da la escarcha pegada a las oscuras rocas y paredes de sus faldas y cimas. Pero era una mejoría incompleta y transitoria. Estábamos solos en la pequeña casita refugio. Nadie tenía Semana Blanca y no había catalanes ni zaragozanos que nos acompañaran. La quietud, el sosiego y la tranquilidad reinaba en el ambiente, así como la soledad, el silencio, el blanco y el negro, y el frío en las bellas montañas de fuera.
Al otro día decidimos subir sin peso, al menos, el Sobrestiva (como lo hiciera la primera vez). Recorriendo las mismas huellas que el día anterior habíamos hecho para bajar a la Cabaña de La Larri, cruzando aquellos aludes de nieve removida y desordenada. Las raquetas nos proporcionaban una gran ayuda pero seguíamos hundiéndonos y haciendo una profunda huella en la blanda nieve, aunque si no hubiera sido por ellas, no hubiéramos podido hacer nada… moverte por esta nieve sin raquetas hubiera sido imposible o increíblemente agotador.
Las nubes siguen altas, y en ocasiones el sol intenta asomarse entre ellas e ilumina la blanca y extensa pradería nevada ya en la parte de La Estiva, más arriba de La Larri. Paramos en una especie de hito, sentados, observando el espléndido paisaje nevado de la Sierra de Las Tucas y Valle de Pineta retocados por una manada de grises y blancas nubes independientes de formas aborregadas pero muy unidas entre sí. La soledad y el grandísimo vacío (y a la vez completo) de la montaña, de la alta montaña, nos inunda. Miramos atrás, hacía el macizo de La Munia y justo sobre nosotros las pendientes del Sobrestiva. El tiempo, medio bueno, no tan malo, medio despejado… nos invita a subir. Jesús sugiere subirla por este lado, empinado pero directo. Yo no lo veo claro: una pendiente muy pronunciada, roca, corredores por en medio del camino y riesgo cinco de aludes. Estoy desanimado, se me han quitado las ganas de subir las montañas en ese estado y prefiero hacer otras cosas; ya que no podías ni recorrer ni ir a ningún sitio.
Después de, de nuevo, convencer a Jesús, nos bajamos y nos dirigimos a los Llanos de La Larri, a una cascada helada para hacer algo de cascadismo, escalada en hielo; ya que llevábamos los piolets técnicos, cuerda y algún que otro tornillo. Intentar, más que realizar, algo que nunca habíamos hecho; y en los Llanos de La Larri habíamos visto una cascada helada que no parecía peligrosa. Las nubes habían dejado libres el Pico de Añisclo y a Las Tres Marías en la Sierra de Las Tucas e inmortalizando el momento y el nevado paisaje con algunas fotos, emprendemos la bajada hacía La Larri después de despedirnos de un rebaño de Sarrios (rebecos) que corrían a sus anchas por los nevados praderíos de La Estiva.
De nuevo volvimos a cruzar las desordenadas y desbaratadas huellas de aludes y desprendimientos. Incluso en las paredes de en frente pudimos ver la caída y los efectos de un alud que incluso nos dio tiempo a fotografiar. La caída de la nieve por aquella torrentera parecía que no se acababa nunca, así comprendimos lo devastador y peligroso que puede ser la caída de un alud gigantesco.
Ya en la cascada y sacando el material veíamos con estupor que el lecho bajo la misma, era el derrumbe de otro alud y que a medida que sacábamos el material, andábamos, hacíamos ruido… iban cayendo, desde la altura de la cascada, regueros de nieve, pequeños aludes. Yo volví a no verlo claro y le dije a Jesús de volvernos, que podía caernos un alud en poco tiempo y dejarnos enterrados bajo la nieve sin poder salir. Así que lo recogimos todo y nos volvimos a la Cabaña de La Larri resignados, desanimados pero no hundidos. Sencillamente la montaña es así; no le puedes hacer frente, no puedes combatirla. Tienes que saber que realmente los límites no los pones tú, si no ella.
Mientras volvíamos a la cabaña, teníamos casi en frente la visión casi invisible de las gigantes Tres Sorores. Limpias de nubes bajas y con un gran sombrero de grisáceas nubes altas, nos mostraban sus vertientes más desafiantes, altivas y bellas, colmadas de nieve y peligrosos corredores, por los que caían innumerables aludes, Monte Perdido y Soum de Ramond. Será algo que siempre tendría en mente: subir al Monte Perdido por su prohibida cara norte, por su vía clásica, tan bella como emocionante. Pero ahora tenía claro que antes lo haría en los últimos días de primavera o primeros del verano, ya que es la fecha ideal; y del invierno ya veríamos.
Estando en la cabaña pasaron unos montañeros catalanes súper equipados para hacer cascadismo y que, casualmente, pensaban hacerlo en la misma cascada helada que nosotros. Después de un buen rato volvían resignados y contándonos que les era imposible fijar una reunión y poner las cuerdas en forma de “yo-yo” para subir con más seguridad, por que no paraba de caerles pequeños desprendimientos de nieve, aludes, a lo que veían imposible y peligroso además de molesto.
Después de tantas vueltas, tantos desánimos e intentonas de no hacer nada, decidimos bajarnos a Ronatiza y concluir aquí nuestra actividad montañera. Decidimos visitar el bonito pueblo de Ainsa y comer allí. Así que cargados de mochilón y cogiendo la misma senda llegamos en poco tiempo al Parador Nacional de Monte Perdido donde dejamos el coche. El día seguía cubierto, nublado, malo; en toda la actividad no nos había hecho bueno. Ya en el parador y mientras metíamos las cosas en el maletero del Daewoo, un hombre que salía del hotel con su familia nos miraba asombrado e interesado y nos preguntaba por la montaña, mirando al espectacular Circo de Pineta como aquel que ve algo maravilloso e imposible de hacer, de conseguir; y no por que no tuviera la fuerza suficiente o el ímpetu de aceptar el reto, si no por lo que arrastraba tras él, su familia, su hijo, su esposa y una vida llena de comodidades, de rutina y ataduras materiales.
Ya en Ronatiza pasaríamos la última noche. Jesús seguro que no olvidará aquella foto en el comedor que quise hacerla en el modo automática pero que no me salio automática y… ¡claro! Me di cuenta cuando apreté el botón. Estalló el flash y el sonido de correr el carrete. De nuevo casi solos en el refugio solo había un grupo de, casi ancianos y ancianas, franceses con un guía también algo mayor y bilingüe que no paraba de fumar bajo el cartel de prohibido fumar… entonces, seguro era español. Éstos preparaban las herramientas y dispositivos para ser encontrado en caso de ser sepultado por un alud. Con una especie de señal, de alarma. Me llamó la atención otro personaje que parecía sacado de una película de trogloditas y dinosaurios, oriundo de aquellos lugares, no paraba de lamentarse y de recordar los retrocesos de los seracs y hielos de los glaciares de Monte Perdido. Sin asumirlo, sabíamos que estaban condenados a desaparecer irremediablemente.
Al otro día debíamos partir. Esa noche pude comprobar que el cielo se estaba despejando y las temperaturas caían en picado, al ver alguna estrella sobre el cielo de Pineta. Cual fue nuestra sorpresa que al otro día las grises y blanquecinas nubes habían dejado paso a un día radiante, de un cielo azul e increíblemente despejado… ni una pequeña nube. Pero debíamos marcharnos. Subimos al Daewoo y volvimos al Parador Nacional para fotografiar el enorme, bello y asombroso Circo de Pineta, desde el Pic Blanc hasta las espaldas del Perdido y Soum de Ramond. Pocos días habré visto como ese, las magníficas representaciones de esos monumentos pétreos, de esos gigantes guardianes de valles, y destructores de pasos y comunicaciones, pero Señores de las Pasiones y Faros de Ilusiones. Siempre me ha gustado el Valle de Pineta y el desafío de la norte del Perdido, junto con todo lo que le rodea. Seguramente volveré.