A la Semana Santa siguiente del Punta Alta haríamos otro viaje al Pirineo. ¿Dónde ir? Como el Valle de Pineta había otro valle en los mapas, en las guías que me llamaba la atención por su forma, por estar rodeado de grandes macizos pirenaicos, de forma que lo hacían un valle cerrado al resto de valles. Éste es el Valle de Gistaín (o CHistau en lengua pirenaica). Características que le daban al valle una singularidad y personalidad diferenciada casi única. Y como no, no puede faltar por las cercanías a una auténtica y gran montaña para subirla. En uno de los lados del Valle de Gistaín, en su este, se encuentra el desconocido (para algunos montañeros de Almoradí) macizo del Posets. Subir la segunda cumbre más alta de los Pirineos y a la vez la menos explorada (de los grandes tres miles pirenaicos) era todo un reto que tendría hacer saber a mis compañeros; antes, claro, tenía que darles una pequeña clase de geografía a aquellos que desconocían la montaña, para que supieran sus características, terreno, perfiles, alturas… Muchos se sorprendieron al saber que era la segunda cumbre de los Pirineos (3.375 mts.) después del Aneto (3.404 mts.) y que Monte Perdido, el cual creían era el segundo más alto; quedaba en tercer lugar empatado con la Punta d’Astorg (y esto también les sorprendió) hermano del Pico Maldito en el macizo de La Maladeta (3.355 mts.). Una vez aclarados los tecnicismos geográficos y encontrado un albergue, algo bastante alejado del valle en concreto, la Casa del Notario en Asín de Broto, nos dirigimos hacía Gistaín y el Posets, el Gigante Desconocido.
Realmente el Posets no era tan desconocido, otros compañeros lo intentaron subir sin éxito desde Estós y con éxito desde el Ángel Orús en el Valle de Eriste. Pero nadie había intentado el fuerte desnivel existente desde el Refugio de Viadós a 1.760 mts.
También era el primer viaje al que se veían mis compañeros nuevos de montaña Quique Segura y Jesús Santana, y con los que en el verano de ese mismo año subiría el legendario Mont Blanc.
El autobús nos deja en Plan y no puede seguir más allá, e incluso el llegar a Plan por una carreterilla que atravesaba unos túneles algo pequeños y de techos quebradizos llenos de puntas amenazadoras, surcando precipicios que daban a un formidable congosto que abría un embravecido río, ya era toda una proeza. Las vistas son bonitas y sorprendentes, hacía el sur se levanta cerrando el valle, el altivo y espectacular macizo del Cotiella. Con sus nieves, bosques, roquedos, paredes, crestas, laderas… que aunque por poco, su pico más alto no llega a los tres mil metros, daba una imagen alpina, atrayente y hermosa. Hacia el este las estribaciones del macizo del Posets daba un toque enternecedor y apacible por las suaves formas de sus colinas y bosques coloreados por una blanca nieve, dándole un toque de belleza única que solo este meteoro sabe dar.
Salimos ya de Plan en dirección al bonito y pequeño pueblo de San Juan de Plan, enclavado en una suave ladera llena de prados y árboles durmientes sin hojas invernales. Ciertamente el lugar es encantador y no muy transitado ni visitado por las aglomeraciones turísticas de sus valles vecinos pero alejados, Benasque, Pineta o Bielsa. Aquel día el grupo de gente más numeroso en todo el valle creo que éramos nosotros.
Pasado San Juan de Plan dejábamos al poco rato el asfalto para coger un camino que en algunas partes estaba empedrado, asfaltado o simplemente terroso. A más altura y a más distancia íbamos dejando las cercanías del bello Cotiella y nos íbamos adentrando en un suave valle marcado por suaves laderas salpicadas, algo más arriba, por riscos, agujas y rocosas pendientes.
A medida que seguíamos valle arriba nos internábamos en lugares rodeados de bosques y abundante vegetación, al igual que prados de amarilla hierba agostada por el frío. Una montaña nevada a nuestra izquierda nos llama la atención, es el Punta Suelza de casi tres mil metros; montaña que no dejaríamos de ver en la subida al Posets. Verdaderamente altiva, llamativa y sobresaliente sobre todas las demás. Al poco rato y después de franquear una boscosa ladera a la derecha, aparece indómito, espectacular y agreste el macizo del Posets, con sus picos más altos nevados por todas sus agrestes y verticales laderas, y coronados por una nubecilla blanca que rozaba la cumbre de este extraordinario pico.
Francamente me sorprendió. El emplazamiento del valle, sus características orográficas y botánicas superaron las expectativas de cómo sería este Valle de Gistaín; y la aparición, de repente, del impresionante Posets con Las Espadas y la Tuca de Llardaneta sobre espolones, paredes y desafiantes pendientes verticales contrastadas entre el negro u oscuro de sus rocas con el blanco inmaculado de la nieve… me impresionó; y no solo a mi, a mis compañeros de viaje les gustó igual que a mi. Tanto fue así que nos paramos Manolet, Adrián Quintana, Fernando Rovira y yo para hacernos una foto con el bello macizo del Posets de fondo. No me había imaginado que iba a ser tan espectacular y hermoso como lo era por aquel lado.
Después de variar la dirección de norte-noreste a noreste-este, y de pasar bajo las estribaciones de El Montó, llegamos al Refugio de Viadós enclavado en una planicie alta, sobre los pasados bosques, en unos prados de hierba verde-amarilla. El refugio era un caserón arreglado que no perdía sus rasgos y características de las casas típicas pirenaicas. Junto a ésta, dos casas más ayudan al caserón a albergar a los montañeros cuando se llenaban las pocas plazas que tenía. A pesar de ello es una bonita plaza en un estratégico (como casi en todos los refugios) punto del valle. Desde aquí el macizo del Posets se presentaba enorme y altivo, con Las Espadas, más cercano, anteponiéndose a su hermano mayor el Posets, algo más alejado.
Llevábamos tiendas para plantarlas y formar un campamento por si no había plazas suficientes en el refugio. Solo algo menos de la mitad de los que íbamos se acomodaron en la casa principal del refugio. A otros, como al grupo al que pertenecía, nos alojaron en una casa-refugio cerca de la puerta principal del caserón principal. Estaba sucia y descuidada, y las literas dejaban mucho que desear. Más bien parecía una cabaña abierta y no guardada. Pero bueno… en sitios peores hemos dormido, no nos quejábamos. Aunque de todas formas era mejor así, por que teníamos el pequeño refugio para nosotros solos. Otros, en el que se incluía Manolet, quisieron montar su iglú algo más arriba del refugio y fuera de la visión del mismo, ya que nos dijeron que allí no se podía acampar al estar prohibido y protegido dentro del Parque Natural Posets-Maladeta. Poco les duró la tienda, ya que al tiempo de montarla alguien les desclavó las piquetas y echó abajo la tienda. Al principio creíamos que era una broma de alguno de nosotros; le preguntamos a Pepe Díaz, Gonzalo, “Monín”… pero ninguno sabía nada. Al final deducimos que podría haber sido el guarda del refugio o del parque como queriéndonos decir que no se puede acampar allí.
La cocina, el fuego, la mesa, un lugar hermoso y buena compañía nos sobraban para ser felices en un frío lugar de los Pirineos.
Pepe Díaz preparaba, ante el asombro de mis compañeros de Alicante, un arroz a la cubana con una sartén que se había traído. También se asombraron al ver la cantidad de comida que traían algunos como Ramón. La discusión entre Quique y Ramón sobre la necesaria cantidad de comida que hacía falta estaba servida. Nos sorteamos las literas en un cuarto contiguo e igual de sucio que el comedor que eso sí, no les faltaba su mesa y bancos, y su buena chimenea con escasa leña.
Después de cenar nos reunimos todos en el refugio principal y guardado para consultar mapas, hablar de la misma subida, charlar de la vida y… una de nuestras nuevas viajeras (que solo la vi a ella y su compañera en ese viaje) nos echaba las cartas; algo que me sorprendió y que todo el mundo participó. No recuerdo exactamente lo que esas cartas decían de mí pero la sugestión y las generalidades abordaron mi cabeza en los próximos meses.
Al otro día queríamos subir el pico pero el mal tiempo reinaba en el valle. La temperatura había bajado y por la noche cayeron algunos copos de nieve que pintaron de blanco los tejados del refugio y la corta hierba. La incertidumbre del quehacer reinaba en nosotros. Ya sabíamos que no podíamos subir al Posets, pero alguien dijo de hacer una pequeña marcha por los alrededores para no estar parados todo el día. El cielo estaba encapotado y las nubes cubrían gran parte de las montañas circundantes. Miramos el mapa ¿Dónde ir? Al final vimos las huellas del GR-11 impresas entre las curvas de desnivel que se dirigían de Viadós hacía el alto Collado de Eriste, y fue entonces cuando decidimos dirigirnos a este lugar.
La marcha iba a ser tranquila; internándonos en unos paisajes singulares, hermosos, bellos por una vegetación exuberante y viva. Al rato empezaba a caer agua-nieve mientras caminábamos por unos pequeños prados descubiertos entre los bosquecillos, con una alfombra de esa nieve recién caída. Más arriba cogíamos la senda ya más estrecha y con abundante nieve que se internaba entre el bosque de ya empinadas laderas y vertientes más angostas y escarpadas. Pequeñas lagunas salpicaban la zona y sin saberlo bordeamos una de ellas que cubierta por la abundante nieve se asemejaba más a una calva en el bosque que al ibón que era. Delante y al fondo podíamos ver por fin el alto y lejano Collado de Eriste, encajado entre moles de cortadas, lisas y verticales paredes, abruptas y escarpadas laderas. El blanco y marrón pálido de la roca eran los colores que abundaban allá arriba.
Más arriba aún, la abundante nieve y la pérdida de la verdadera senda nos hizo pararnos en una especie de mirador, en un montículo sin árboles en medio del bosque casi en las faldas de las abruptas laderas de Las Espadas y Tuca de Llardaneta. Ya habíamos andado bastante y el camino a seguir se hacía más difícil por la abundante y blanda nieve. Hacía el norte-noroeste el paisaje lo protagonizaba el cubierto pico El Montó rodeado de tupidos bosques que llegaban desde donde estábamos nosotros hasta sus faldas, cubriendo todo lo que veíamos del valle. Más detrás, las peladas y nevosas laderas suaves de las montañas cercanas, además, a la frontera con Francia, nos decían que eran las precedentes a las altas cumbres que superaban o se acercaban a los tres mil metros. Unos viejos, altos y secos pinos adornaban esta ventana al Pirineo, al paraíso de nieve, soledad, frío, roca y vida.
El grupo se paró a comer y beber algo, la marcha no había sido muy larga pero si constante. Cuando ya nos disponíamos a volver y bajar a Viadós, Manolet decide seguir hasta al collado. Quiere subir por aquellas verticales vertientes con piolet en mano y llegar más arriba. Todos se volvían, así que Miguel Ángel Sala me dijo: “Anda Terrés, ve con él”. Dando a entender que le acompañara por si se metía en algún lío. A partir de ahí nos invadió la soledad. Empezamos a cruzar pendientes muy pronunciadas con mucha menos vegetación. Por la altura y abrupto del lugar, la vegetación iba desapareciendo y dando lugar a vertientes rocosas, escarpadas con corredores llenos de abundante y blanda nieve. Manolet se metió por uno de esos empinados corredores del que se asomaban las oscuras y blancuzcas paredes de las montañas que lo cerraban, como seracs petrificados que están a punto de caer. Al poco rato, el corredor aunque empinado, no tenía la dificultad esperada ya que la nieve estaba muy blanda e impedía el caerte. Manolet no conseguía subir como si estuviera escalando en hielo, por ello, en cuanto salió del corredor bajo hasta donde me encontraba yo (al pie del corredor) pero por otro lado más fácil y decidimos darnos la vuelta y volver a Viadós. El ansia aventurera y de adrenalina de Manolet ya estaban satisfechas por hoy, así que desandamos nuestros pasos hacía el refugio. Ahora el valle se abría más sobre nosotros, estábamos más altos pero el valle seguía cubierto y cerrado aunque ni nevaba ni llovía. El tupido y bien conservado bosque de estas laderas del macizo merece más de una mención. Pocos sitios en los Pirineos he visto con esta alfombra de oscuras coníferas tan llamativas, enigmáticas y bellas, como las de cualquier gran bosque.
Esa noche cenamos pronto y nos acostamos pronto pues al otro día era la subida a la cumbre del Posets, la cúspide más alta entre todas las montañas de alrededor que veíamos y las que no veíamos, a excepción del alejado y altivo Aneto allá en los Montes Malditos.
Ya tumbados en nuestras literas y metidos en nuestros sacos empezó el concierto… jamás se me olvidará la noche que pasé, al igual que en la tienda con Antonio Cabrera el profesor, en Iratí. Los ronquidos eran brutales, exagerados, exasperantes, no cogía el sueño ni por casualidad. El roncador no hacía caso a las llamadas guturales y chistidos que le hacíamos. La tarde, la noche fue transcurriendo y no pegaba ojo. Era muy molesto y enfermizo. Tuve que salirme a eso de las doce de la noche de la cabaña y dar una vuelta por los alrededores a ver si me despejaba, pensando en que mañana íbamos a subir al Posets y yo no podía dormir y a penas dormiría. Los ronquidos de Fernando Rovira eran prodigiosos. Después de medianoche y otra vez metido en la litera me hice unos tapones mordiendo el aislante, pero era inútil; aquel infernal ruido atravesaba la goma espuma del aislante y llegaba nítido y desorbitado a mi tímpano. Era angustioso, ya no sé como pasé el resto de la noche pero lo cierto es que me desperté sin haber dormido nada de nada.
Por la mañana el tiempo había mejorado. El sol del amanecer acariciaba la Sierra de Picaruela al norte noroeste. Aunque con nubes altas, el día parecía prometer. Nos vestimos de montañeros, desayunamos y una buena trupe de unas catorce personas emprendimos la subida al Posets el cual se veía allá arriba, imponente, blanquecino con sus negras rocas. Lo compañeros de Alicante, Quique y Jesús se quejaron de que hay que madrugar más y salir antes para subir una alta montaña; y así, ellos se quedaron con el hecho de que los montañeros de Almoradí no madrugamos mucho y siempre salimos tarde; cosa que iría rectificándose con el paso del tiempo y la experiencia.
Después de saber por medio del guarda del refugio el sendero que hay que coger para dirigirnos al Posets, salimos con mis dos compañeros de Alicante y yo a la cabeza. Siguiendo el GR-11 en dirección a Estós y al Collado de Gistaín o CHistau, dejábamos éste pasando junto a las paredes de una de las Granjas de Viadós y en dirección al río bajando un poco.
Cruzamos el río y nos internamos en un bosquecillo bordeando un monte redondeado que se interpone entre Viadós y la subida al Posets, por su lado izquierdo. La subida ahora era suave. La nieve empezaba a abundar protegida por la frescura y umbría del bosque. Al cabo de un rato salimos de él a campo abierto empezando a cruzar las primeras laderas del mismo macizo. El día se iluminaba cuanto más alto subía el sol y nos mostraba una atmósfera limpia, sin nubes y radiante ahora. Al fondo sobresalían, detrás nuestro, el Punta Suelza y El Montó casi juntos en la misma dirección de mirada. En esta primera etapa ya se dieron de baja algunos montañeros por culpa de que les apretaban las botas y cosas así.
Yo me fui quedando atrás, de los últimos, sobre todo al empezar las largas, interminables y empinadas palas de nieve que tiene el Posets por este lado. Subías altura muy rápido pero el esfuerzo era mayor. La mayoría de mis compañeros me adelantaron pero me iba quedando con los más lentos, así de paso, nos animábamos. Más arriba el paisaje era espectacular: ahora el Punta Suelza reinaba y gobernaba sobre todo lo que tenía alrededor. El Montó se había quedado más bajo. El Valle de Gistaín empezaba a dibujar su perfil entre laderas nevadas o limpias de nieve, con el Refugio y Granjas de Viadós en el centro y sitio estratégico para ser admirados y admirar. Tras el Punta Suelza unas muy alejadas pero reconocibles montañas se dibujaban en la lejanía: El Monte Perdido y el Cilindro entre otros aparecían como pequeños reductos de la verdadera grandeza que son.
Algunas pequeñas nubes que luego se iban haciendo más grandes, empezaban a aparecer. Habría que subir rápido y decidido sin casi parar que el tiempo no nos cambiara y pudiéramos disfrutar de la belleza de ese día. Los de cola descansamos junto a una roca en mitad de la subida de la pala o de las numerosas palas. La verdad es que el desnivel, como dije anteriormente, era fuerte, del refugio a 1.760 metros a la cumbre de 3.375 metros, teníamos más de 1.600 metros de diferencia, y se notaba subiendo. Por suerte la huella en la nieve ya estaba hecha y no era muy difícil superar la montaña en los rincones con nieve blanda. Se apreciaba que los montañeros subían por aquel recorrido más habitualmente de lo que pensábamos. En una parte de nieve algo más dura ayudé a Adrián Quintana a ponerse los crampones que nunca se los había puesto y nadie le había dicho como ponérselos o incluso como utilizarlos. Eso me disgustó y le dije que Ramón, que era el amigo que lo había metido e iniciado en la montaña, le tenía que haber explicado y enseñado algo tan esencial y a la vez delicado como saber ponerse y andar con crampones en la alta montaña; una mala utilización o colocación podrían tener unas consecuencias trágicas en la montaña. Un zumo, algo para picar y recuperar fuerzas y para arriba. Aún quedaba un buen trecho hasta la cumbre que ni siquiera veíamos.
Más arriba llegamos a una especie de plataforma algo horizontal y cóncava hacía abajo como el lecho de una pequeña lagunilla. Desde aquí un respiro en el marcado sendero de huellas en la nieve. Ante nosotros veíamos de nuevo el Posets, el pico, la cúspide sobre su espectacular pared noroeste oeste y sus perfiles abruptos y agrestes. Podíamos observar a la gente que cruzaba, casi en el aire, la cresta cimera para llegar a lo más alto del Posets. Daba vértigo nada más verlos allá arriba, como suspendidos en el aire y enderezados por una extraña fuerza de equilibrio. Hacía el norte podíamos observar el otro cercano macizo de tres miles que tenía Viadós; el Bachimala con sus agrestes crestas y espolones de la Punta del Sabre, y al fondo, más alejado, el Culfreda en la frontera con Francia.
Mirando hacía atrás las nubes ya lo cubrían todo y le daba una vista increíble al panorama pirenaico que teníamos, con el Punta Suelza delante como capitán de los ejércitos de montañas que llenan aquella parte de la tierra. Algo más atrás veía a la última del grupo, Zaida, que pasico a pasico se iba acercando. También en aquel tramo a Fernando Rovira le entró su “mal de altura particular” acostumbrado y se tuvo que bajar vomitando y con mal estar.
Ya no quedaba mucho hasta coger la cresta cimera para recorrerla y llegar a la cumbre pero, el cansancio, el no haber comido casi nada (como siempre) y el mal dormir que tuve esa noche, hacían mella en mi ya castigado cuerpo y cada paso me costaba una barbaridad. Antes de llegar al collado desde el que se coge la cresta había un tramo de nieve muy blanda en la que, como siempre, me hundía más que los demás. Encima estaba algo más inclinado lo cual hacía que los pasos fueran más amplios, como subiendo una escalera de dos en dos escalones. Claro está, yo paraba cada cinco minutos ¡No podía con mi alma! Me encuentro con Gonzalo que quiere retirarse; después de animarlo y hacer que, tras mía, diera unos cuantos pasos más, decide bajarse, estaba cansado y harto. Poco antes Zaida me había adelantado, así que yo era el último del grupo descartando aquellos que habían desistido y bajado. Me lo tomé con filosofía y paciencia, ya aunque estaba cansado no dejé de caminar y subir.
Por fin llego al collado entre el Posets o más bien su cresta y el Pico de los Gemelos Ravier. Ya estaba a más de tres mil cien metros y la gente, que subía como nosotros, se agolpaba en el lugar para intentar coger la cresta; y digo intentar por que había un “paso raro” para subir a la encrespada cresta. El hielo y las rocas lisas así como unos patios y caídas espeluznantes lo hacían un tanto difícil y hasta peligroso, también por que era un paso por el que todo el mundo se paraba y se amontonaba, como si fuera el Paso de Mahoma en pleno agosto. Lo crucé, después de haber descansado un poco en el collado y de haber disfrutado de las vistas que desgraciadamente estaban empañadas por las abundantes nubes que ya cubrían la cima y cresta del Posets.
La cresta no era especialmente difícil aunque con tramos vertiginosos y sí bastante aérea. Si era la primera vez que hacías algo así o te daban miedo las alturas, se te ponían los “cojoncillos” por corbata. Recorriendo el principio de la misma cresta me topo con un grupo al que reconozco, son mis compañeros, la gran mayoría de aquellos que salimos de Viadós, aunque los alicantinos Jesús y Quique o estaban ya en la cumbre o a punto de pisarla. La niebla lo cubría todo, casi por suerte para no poder ver la tremenda caída a cada lado, sobre todo al este por donde bajaba una pared más vertical y vertiginosa que la del lado oeste. Me alegró estar con ellos y así no retrasarme como muchas veces. Cruzando juntos, charlando y comentando aquella larguilla, aérea y entretenida cresta. Dicha cresta se encontraba, en gran parte, a más de tres mil trescientos metros, ya que el pico o la cúspide más alta del Posets era una simple prolongación, poco más alta, de la misma cresta. Por fin llegamos al pico, después de pasos aireados, vertiginosos y una semitrepada nada difícil hasta el pilón. Nos reunimos con el resto del grupo y todos juntos celebramos la conquista del Posets. Habían pasado unas seis horas subiéndolo y mereció la pena llegar a la segunda cumbre más alta de los Pirineos. La alegría, regocijo y placer de lo realizado con buen término se reflejaba en nuestros rostros en la foto de cumbre que Manolet, voluntariamente, nos hizo. Las chicas habían hecho cumbre, pasando un frío tremendo en sus manos y extremidades, ya que no traían ropa demasiado técnica para estas latitudes y altitudes. Hacía poco que habían empezado sus carreras alpinísticas y se comportaban como auténticas valientes. Lástima que Fani no siguiera como Zaida y Sara, tenía grandes aptitudes para el deporte, la escalada y sin duda la montaña.
También me impresionó la fortaleza de nuestro amigo Adrián, que ya me sorprendió en la cumbre del Almanzor el año antes. Nuestro quincuagésimo amigo hacía poco, y a su edad, que se había iniciado en el mundo de la montaña.
Las nubes seguían inundándolo todo y muy de vez en cuando algún rayo de sol tímido se asomaba como equivocado entre grises y blancas masas de vapor de agua. Debíamos bajar, y lo hicimos desandando la misma cresta. Ahora todo el grupo reunido y junto bajaríamos “de la mano” cresta y ladera abajo.
Atrás quedaba la vertiginosa cumbre del Posets, sus crestas escarpadas y su solitario pináculo en forma de torre cortada en la base; muy bello y agreste como lo es el Pirineo. El grupo nos salpicábamos en los tramos de la cresta, levantando los brazos y saludando al flash de cada foto con la sensación de estar andando casi en el aire.
Siguiendo la cresta descubrimos un paso muy empinado, vertiginoso y nevado para bajar antes a la huella de subida y no tener que seguir la cresta evitando aquel “paso raro” de su principio. Lo descubrimos por que Miguel Ángel Sala vio gente bajar por este casi escondido y poco utilizado paso, al que unas huellas ya impresas delataban que ya había sido usado. La salida era algo delicada y vertical, y Miguel Ángel Sala ayudó a Zaida a bajar de espaladas y a no tener miedo. La verdad es que o bajabas de espaldas mas seguro o de lado procurando clavar bien el piolet utilizado como apoyo, estaba realmente inclinado y vertical.
Más abajo las nubes se abrían a pesar de lo cubierto que había quedado el día. Por entre las montañas nevadas se iban reflejando los rayos de sol que las nubes perseguían y se encargaban de cerrar. Así, de nuevo en aquella plataforma casi horizontal y cóncava, el increíble paisaje de los fríos, pétreos y blancos Pirineos se abría ante nosotros como una enorme y espectacular ventana a lo infinito, a lo mágico y grandioso. Ya no había tanta prisa. Aprovechábamos cada paradita para charlar, conversar y magnificar el resultado de una buena actividad en muy buena compañía.
Allá abajo, en un rincón del valle, pequeñito y perdido entre tanta enormidad alrededor, se encontraba el Refugio de Viadós; tan lejos como encantador. Parecíamos estar a muchos metros tanto verticales como horizontales de distancia de él.
A mitad de distancia y ya más cerca del bosquecillo del inicio de la subida, paramos en una roca sobresaliente entre las palas de nieve para comer algo; ya que no habíamos comido nada en todo el día. Todos juntos nos deleitamos con los bocados que cada uno se había subido. Yo comí poco. Por el esfuerzo se me cierra el estómago y no me entra nada o muy poca cosa; entonces prefiero descansar y reponer mi cuerpo.
Al rato seguimos la marcha hacía el refugio. Algunos aprovechamos las suaves pendientes para deslizarnos por ellas como tubo en parque acuático. Muy divertido y de bajada rápida y nada costosa; aunque peligroso si no dominas la parada y la dirección… te puede pasar como a Quique, que con los crampones se enganchó y dobló el tobillo con toda la pierna, resintiéndose el resto del viaje.
Ya en el refugio, sanos y salvos, celebramos la actividad con una buena cena, una buena charla con aquellos que se quedaron, enhorabuenas, felicitaciones y alguna copa. Pero pronto a dormir, descansar, reponerse y mañana bajar a Plan donde nos esperaría el autobús.
Al otro día un sol radiante, cálido y omnipresente hacía acto de presencia aquella magnífica mañana. Recoger el campamento, hacer mochilas, despedirse y la foto en la puerta del refugio con todos los aventureros y aventureras que pasaron unos agradables días en aquel lugar. Detrás el, ahora siempre, reconocible perfil del Posets y de su macizo con los demás picos. Allá arriba quedaba la lejana, bella y abrupta cumbre del Posets. Podíamos observar las palas y seguir la trayectoria del recorrido realizado el día anterior. Aunque el pico más sobresaliente y cercano del macizo al Refugio de Viadós es Las Espadas y éste es el que creía yo, desde la primera vez que lo vislumbré en la distancia, era la cumbre del Posets, ya que se ve más alta que la propia cumbre al superponerse a ésta.
Ya caminando valle abajo seguimos la senda o más bien camino de herradura del GR-11 que se adentra en el maravilloso, bien cuidado y siempre alegre bosque. Más abajo el Cotiella poderoso, nevado y bello nos daba la bienvenida antes de llegar a Plan.
Desde ese viaje siempre he tenido presente buscar y fotografiar al Posets desde las montañas, valles y picos de los Pirineos que visité después. Tal fue mi impresión, su magia e influjo en mí. De ser un perfecto desconocido, tanto él como el bello Valle de Gistaín o CHistau, a convertirse en lugares de culto montañero, de naturaleza saludable, inhóspita, maravillosa y muy bella. Sus bosques, pendientes, espolones, crestas, formas… supongo que de todo un poco forman la parte perfecta de aquello que más anhelas y encuentras sin proponértelo. Fue una gran sorpresa el descubrir aquel maravilloso paraíso de roca, nieve, soledad, frío y magia.
Por fin en el “lujoso” albergue Casa del Notario de Asín de Broto pude dormir cómodamente, sin ruidos, en paz y contento.