No recuerdo exactamente el hecho de por que me empezó a llamar la atención el Perdiguero y sobre todo el Valle de Estós. Quizás por un viejo libro de guías turísticas pirenaicas que mis padres me trajeron de un viaje al Pirineo de Huesca, y en el cual venían unas fotografías del lugar al que llamaban Batisielles. El Batisielles es una zona de lagunas de aguas tranquilas, transparentes y apacibles, rodeadas de agujas escarpadas, altas y bellas, rodeadas a su vez de bosques y verdes prados. En mi viejo mapa de España intenté ver que zona del Valle de Benasque se encontraba Batisielles, y fue cuando descubrí el río y valle de Estós rodeado y franqueado por macizos de montañas con cotas superiores a los tres mil metros, muy numerosos y cercanos. Entre ellos el Posets, desconocido entonces para mí, al sur y el Perdiguero, mucho más desconocido, al norte; dominando cada uno sus macizos que cierran, franquean y esconden al verde y bello Valle de Estós. Más adelante, creo que Javi Berenguer, se informó mejor de cómo abordar el Perdiguero en invierno con esquís, del Refugio de Estós, que era uno de los más grandes y mejores servicios del Pirineo, y de donde se dejaba el coche para recorrer el valle. Además dio la casualidad de que en la portada del libro “Los Tresmiles del Pirineo” que me compré, venía la foto de una subida invernal al Perdiguero, cosa que me sorprendió, creyendo que sería una montaña más escarpada y difícil de lo que realmente era. Bueno, todas estas cosas y alguna más hicieron que mi próximo viaje a los Pirineos fuera para recorrer el Valle de Estós y subir al Perdiguero.
Unos días antes de salir a los Alpes para intentar subir el Mont Blanc y a principios de julio del dos mil dos, mi compañero Jesús Santana y yo salimos unos días a este lugar para entrenarnos para el gran viaje. Para ello, mi compañero se traería las botas de plástico Asolo que los tres compañeros nos habíamos comprado iguales y que tan buen, al menos a mi, resultado nos iba a dar y nos estaba dando. Magnífica compra.
Después de madrugar y viajar durante la noche de la madrugada y la mañana, llegamos cerca o al mediodía a la entrada del Valle de Estós en el Valle de Benasque. A la izquierda del valle, después de haber pasado Benasque y bastante antes del Hospital, teníamos el cruce y el aparcamiento en el que un viejo del lugar guardaba y cobraba por tener el coche allí. Nos pareció que aquella terraza, donde se encontraba el aparcamiento, era un terreno suyo y por ello aprovechaba y cobraba por coche. Aquella parte del Valle de Benasque también era hermosa y boscosa, en la que sus poblados bosques llenaban las laderas, sobre todo, pertenecientes al macizo de los Montes Malditos.
Después de colocarnos las pesadas mochilas y hacernos la foto de salida y de rigor, emprendemos un recorrido que nos llevaría de dos a dos horas y media hasta el Refugio de Estós. La entrada al valle era angosta y estrecha, el río formaba un pequeño cañón sórdido y ruidoso, sobre el que se había construido un camino ancho adherido a la roca de la pared para poder recorrerlo. Más adelante el valle se iba abriendo, la humedad de los bosques, el verdor de sus prados y la culminación de sus picos, riscos agrestes y altivos iba siendo la magnífica panorámica del lugar. Ciertamente era un valle hermoso, bien cuidado e interesante.
Llegamos a un cruce de sendas por la umbría de los magníficos ejemplares de coníferas de aquellas laderas. Una senda subía al Batisielles, las Agujas de Perramó y sus lagos, la otra seguía Valle de Estós arriba, hacía el oeste noroeste siguiendo el GR-11. De momento unos quebradizos murallones se perfilaban ante nosotros en la profundidad del valle. Salpicados con algunos neveros bajo las abruptas paredes de aquellas altas montañas, laderas grises de rocas quebradizas o lisas paredes junto con unos contrafuertes poderosos, escarpados y llamativos que perdían sus crestas y espolones en lo profundo del valle, terminando, en su cúspide, en agujas puntiagudas, hermosas e infranqueables, rodeadas de sus paredes lisas, agrietadas y grises de puro granito. Teníamos delante de nosotros al Perdiguero a la derecha, con sus cimas achatadas como suaves lomas pero rodeadas de murallas mas abajo; el Seil Dera Baquo, más agreste e infranqueable que el Perdiguero aunque más bajo y con un nombre que te recordaba al latín; y entre ambos, como ese contrafuerte erguido, llamativo y espectacular la Tuca de Gargallosa; que da nombre a una cresta del Perdiguero que baja hacía el sur. Las vistas del valle me sorprendieron a partir de entonces, sabía que podía ser hermoso y atrayente, pero la realidad superaba con creces a la fantasía. El valle empezó a maravillarme, a gustarme y a atraerme desde entonces y hasta la fecha en la que escribo estos renglones.
La senda se convierte a menudo en camino, hasta que llega a la Cabaña del Tormo en un plácido, entrañable y acogedor rincón del hermoso valle. Más atrás habíamos dejado al Perdiguero, al Pico del Portillón de Oô y el Seil Dera Baquo, que formaban un murallón al norte fronterizo entre Francia y España. Bajo éstos, cascadas, prados bosquecillos, paredes se esparcían por la ladera como si se tratara de una representación del mismo Edén. Después de la Cabaña o Casa del Tormo (donde los Celtas Cortos pasaban sus días de excursión), que, todo hay que decirlo, no estaba muy limpia ni era muy acogedora la parte abierta, pero servía muy bien como refugio ante cualquier inclemencia meteorológica, el recorrido se hacía por una senda bien marcada hasta que, como no, te encontrabas con el Refugio de Estós en una pequeña balconada del ahora más estrecho valle. Franqueado al norte noroeste por los espolones y cimientos del Pico Gías y Clarabide, al oeste por el seguimiento del valle hasta el Puerto de Gistaín o CHistau, y al sur por el macizo del Posets y su escarpada Aguja de La Paul, esbelta, puntiaguda y altiva como palo mayor en un velero, y más arriba las estribaciones con algunos neveros del Pico de Bardamina. El Refugio de Estós era amplio, grande, acogedor y tranquilo. No había mucha gente en él para las plazas que tenía.
Creo que habían tres guardas: dos mujeres y un hombre, no sé si escondido por la cocina o recorriendo con los mulos cargados con las provisiones por el camino, hubiera algún otro. Una de las mujeres, más joven que nosotros, casi una niña para mi, era un encanto: rubita, de pelo liso no demasiado claro y piel blanquecina con ojos claros, aunque fornida, nada voluptuosa pero algo más bajita… eso sí, muy risueña y alegre. Ésta, cuando terminaba su trabajo, salía a la terraza aprovechando el poco sol y su lastimero calentor para hacer malabarismos con tres pelotas de goma. Decía que con estos ejercicios acentuaba la concentración en general y estudiaba mejor para los exámenes. ¡Que encanto de chiquilla!
Acostado ya por la noche en nuestra habitación y en nuestra litera corrida, el sueño parecía aproximarse sin remedia y placentero. Pero mi compañero Jesús se le taponaron las fosas nasales y por culpa de su delicada garganta no podía respirar por la boca, de forma que con una estruendosa respiración de mocos suben, mocos bajan, no nos dejó dormir a ninguno en la habitación, al menos a mi. Cuando vi que de ninguna postura yo podía dormir, y que Jesús de ninguna postura podía respirar bien ni dejar de hacer aquel desagradable y molestísimo ruido; pensando, aparte, que estaría molestando al resto de gente que dormía en la misma habitación; decidí en mitad de la noche, decirle que dejara de respirar por la nariz y que lo hiciera por la boca, que por una noche no iba a pasar nada y que si no, no iba a dejar dormir a nadie. No me llegó a hacer caso, ya que para él sería peor respirar solo por la boca. De forma que solamente pude dormir la mitad o menos de la noche.
Al día siguiente medio madrugamos, arreglamos y preparamos para salir en busca del Perdiguero. Desayunamos en el refugio y salimos, casi de los últimos, con las botas Asolo negro amarillas de Jesús y mis mallas interiores azules. El día era perfecto, radiante, increíble, lo íbamos a aprovechar al máximo, de eso no cabía duda.
Para dirigirnos al Perdiguero y subirlo por su ruta normal debíamos desandar el camino recorrido ayer y en la Casa del Tormo girar por fin hacía sus faldas y laderas. Casi circundando la base de la inexpugnable Tuca de Gargallosa por bosquecillos y siguiendo una bien reconocible senda, salimos a unas praderas más horizontales y altas. Yo iba primero, Jesús, detrás, notaba la incomodidad de las botas pero… mejor aquí que no subiendo al Mont Blanc. Detrás nuestro se levantaba, al sur, la parte más oriental del macizo del Posets: el Valle de Perramó con sus agujas, el Tucón de CHuise y las Tucas d’Ixeia; que dichos con estos nombres no nos recuerda nada, pero al ver sus encrespadas agujas, formas altivas con agrestes crestas y espolones, paredes verticales y murallones cortados a pico separados e individualizados por portillones y collados casi imposible de llegar, guardado por algún que otro gendarme o aguja que sobresalía abrupta de la pelada, lisa e inclinada ladera… era la zona de Batisielles que yo había visto en aquella vieja guía turística que mis padres me trajeron. Con tal claridad y hermosura se veían que me daba la impresión de que se trataba de un lugar de cuento, enigmático, mágico y bellísimo como solo estos rincones del Pirineo saben impresionarnos. Abajo de ellos el, también como no, maravilloso y vivo bosque mixto, húmedo, verde oscuro, amplio de una belleza vívida contrastado con el verde claro de los pocos prados y claros del bosque, y con las grises rocas graníticas de estas agujas, torres y gendarmes de estas montañas. Daba la impresión de ser un laberinto de alturas, de rocas, de torres, de agujas y paredes. Muy, muy bello. Me sorprendió y emocionó aquel paisaje.
Debíamos llegar al Collado Ubago; un paso al sureste del Perdiguero que nos llevará de su lado sur a la parte este por el que, subiendo una muy inclinada ladera de guijarros y piedrecillas suelta desprendidas de las montaña, llegaríamos al Hito Este del Perdiguero. Un descanso en el Collado Ubago, al fondo y por encima de la escarpada cima de la Tuca de Gargallosa, que hasta ahora no nos dejaba ver, se vislumbra la alta cumbre del Posets. Rodeada por otro laberinto de crestas, neveros y picos cercanos o sobrepasados los tres mil metros. El descubrimiento fue increíble, la vista de este macizo era hermosa y definida. Al otro lado del Pequeño Perdiguero, unido a su hermano mayor por el mismo Collado Ubago, el macizo más alto de los Pirineos se alzaba desde el fondo del mismo Valle de Benasque allá abajo. El Aneto, Pico Maldito y Maladeta casi en línea desde nuestra ubicación, parecían más estrechos y pequeños de lo que realmente son, pero más abruptos, puntiagudos y bellos con la inmensa pared, aún apreciable desde la lejanía, del Pico Maldito sobre el valle de Cregüeña y unas coronas de picos escarpados y puntiagudos que rodeaban en forma de circos ambos lados del macizo. Otro espectáculo soberbio y bellísimo. Realmente el día era inmejorable, no había ni una nube, ni hacía frío en las cumbres y la visibilidad era máxima por cualquier parte que dirigieras la mirada.
Después de la costosa subida al Hito Este del Perdiguero solo había que seguir la cresta cimera, nada difícil y bastante fácil, hasta una larga rampa final terminada en el Perdiguero de 3.222 metros de altitud. Hacía el noreste habíamos dejado la Remuña y el enorme Ibón Bajo de Lliterola de orillas aún congeladas. La parte norte del complejo pico del Perdiguero era más escarpada y vertical que su lado sur, terminando en pequeños glaciares pirenaicos y neveros de nieve vieja. Al poco rato llega Jesús y compartimos los dos la altiva y solitaria cumbre del Perdiguero. Sus botas lo retrasan, pero mejor así, por que si no sería yo el que viniera en cola. Echamos un vistazo al paisaje: Increíble, maravilloso, un día magnífico con una visibilidad espectacular, lo sigo repitiendo por que realmente era así; pocos días he visto yo en el Pirineo como aquel, y pocos veré. Posets, Maladeta, macizos conocidos y hermosos. Pero mirando hacía el oeste y resto del macizo del Perdiguero el paisaje no era menos que espectacular e increíble como mínimo: bajo nosotros un enorme y redondo boquete rodeado de pendientes y neveros, era el Lago del Portillón de Oô, bellísimo y espectacular, rodeado de otro laberinto de picos, crestas y collados; sobre el mismo enorme y perfecto lago y siguiendo el mismo cordal del Perdiguero hacía el oeste, le seguía el Pico del Portillón de Oô, el Seil Dera Baquo con su glaciar en su vertiente norte bajo sus paredes, rodeando a esta masa de hielo como si la quisiera guardar de cualquier amenaza, el Pico Jean Arlaud y el llamativo Gourgs Blancs; le seguía el oscuro y rectilíneo macizo del Bachimala, donde se distinguía la perfecta pirámide del Gran Bachimala. Pero más aún fue nuestra sorpresa cuando, a la izquierda del Bachimala veíamos perfectamente Las Tres Sorores por sus caras norte noreste: Soum de Ramond, Monte Perdido, Cilindro e incluso el Marboré y algún Astazou, perfectos, nivosos, e incluso se distinguía el anhelado desde hace tiempo y único Glaciar de Monte Perdido, o mejor dicho, sus dos glaciares; más al norte a la derecha el macizo francés del Pic Long; aunque más sorprendente fue ver en el centro y al fondo el espectacular macizo del Vignemale con su alto y grandioso Glaciar d’Ossou mirando hacía nosotros, una enorme mancha blanca perdida en la lejanía y como suspendida en el aire… ¡Maravilloso! Incluso llegamos a distinguir las formas y perfiles de los primeros tres miles desde el cantábrico, el Balaïtous y Frondella que aparecían en la lejanía casi indistinguibles si no sabes reconocer sus perfiles, pero sobresalientes y diferentes si los descubres entre laderas y montañas pirenaicas. Como habéis comprobado ¿Era buena la visión y lo nítido del día o no? Creo que no volví a tener un día tan increíble con una visibilidad tan excelente, excepcional y envidiable como aquella, repito. Teníamos todos los Pirineos a nuestros pies y al alcance de la mano.
Pero no podíamos quedarnos a vivir en la cumbre del Perdiguero y debíamos bajar. Yo sugerí hacer una especie de recorrido circular, no bajar por donde habíamos subido si no darle la vuelta al Perdiguero, cruzar el Portillón de Oô para volver al Valle de Estós e ir atravesando unos pasos o portillones a media altura bajo el Seil Dera Baquo que nos dejaría sobre el Refugio de Estós y solo tendríamos que seguir la senda de bajada que lleva al Pico Gías y Clarabide. A Jesús le pareció buena idea, pero debíamos bajar hasta el Collado Superior de Lliterola para seguir bordeando la cara norte noroeste del Perdiguero hacía el Portillón de Oô. Había una especie de ladera que bajaba en dicha dirección y que si la seguíamos nos evitaría el tener que bajar al Collado Superior de Lliterola, creyendo (muy mal por creer y no saber) que dicha bajada era factible y que nos dejaría, aunque fuera monte a través, en la senda o recorrido por el que debíamos seguir.
Al principio había unos hitos que iban bajando por aquella ladera del Perdiguero, pero al seguir ladera abajo a dichos hitos los perdimos de vista. Esta parte del Perdiguero, su cara noroeste desde la misma cima, estaba repleta de desordenadas rocas graníticas sueltas y casi inexplicablemente en equilibrio. La pendiente era considerable y estos trozos de montaña inestables se movían y caían con un simple toque al apoyarte o al pisarlos. La bajada resultó peligrosa por esa razón. Íbamos muy despacio y con mucho cuidado pero no podías evitar que se desmoronara algún grupo de rocas. De todos los tamaños pero no más grande que un baúl ni más pequeñas que un cojín, en general, las rocas sueltas junto con la pendiente hacían muy peligrosa, lenta y demasiado entretenida la bajada. A mitad de bajada nos planteamos volver atrás y subir de nuevo al pico para buscar otra bajada o volver por al misma subida. Pero ya que estábamos a mitad decidimos seguir bajando por el mismo sitio. Más abajo y terminado el campo de rocas sueltas la, ya inclinada pendiente, terminaba en una pared más vertical y difícil aunque no demasiado larga, en la que bajo ésta, se encontraba el suelo ya horizontal y la senda de vuelta; pero por poca distancia que hubiera el paso era infranqueable, a menos que pudiéramos rapelar, pero no llevábamos cuerda. A la derecha, según la veíamos desde arriba, de esta encrespada pared, habían unos corredores de tierra y piedras más pequeñas menos inclinadas que la pared pero de difícil acceso. Era increíble, habíamos llegado hasta allí a un paso de la senda después de pasar apuros en la pendiente de roca suelta y ahora no podíamos bajar. Irremediablemente decidimos volver atrás por el campo de rocas hacía arriba. El tiempo pasaba y no avanzábamos nada.
Al poco rato de emprender la retirada nos fijamos en un hito que se encuentra a nuestra izquierda mientras subíamos. Éste se encuentra en una especie de cresta. Yo le dije a Jesús que iba a investigar, explorar aquel lado atravesando el desmenuzado y peligroso campo de rocas hacía este hito y la cresta. Al fin llego después de cruzar peligrosos resaltes y canales de rocas móviles con paso lento y precavido, al hito y la cresta la cual señala. Miro hacía arriba y veo que la cresta arranca desde la misma cumbre, y miro hacía abajo y veo que sigue sin apenas dificultad hasta el escondido Collado Superior de Lliterola. Me doy cuenta y reflexiono, enseguida me viene a la mente la portada del libro “Los Tresmiles del Pirineo” ¡Eureka! es la misma cresta de la foto, solo que en la portada viene nevada y aquí no tiene nieve pero es el mismo perfil y figura. Corriendo se lo digo a Jesús gritando para que cambie de dirección y se acerque a la cresta. Creo que él no estaba muy seguro; me parece que él pensaba que si el campo de rocas era peligroso por desprendimientos, más lo sería la cresta por su precariedad y singularidad que tienen en común todas las crestas. Pero convenzo a Jesús diciéndole que los hitos bajaban por dicha cresta por lo cual tenía que tener salida. Y así era; los hitos que seguimos al principio desde la cumbre y que perdimos eran éstos, y que dejamos de seguir por que se dirigían hacía dicha cresta a nuestra derecha de bajada, sin saber que era el camino correcto. Quisimos atajar más de la cuenta y lo que realmente sucedió es que perdimos un tiempo considerable y precioso en esa tonta bajada. Creo que aprendimos la lección y nunca olvidaremos las consecuencias de dicha insensatez.
El final de la fácil cresta terminaba en un pequeño paso de destrepe, fácil, pero con atención en sus pasos hasta el Collado Superior de Lliterola. Jesús me seguía por detrás y al llegar al paso se detuvo. Yo le daba ánimos y le explicaba como bajar. Llevaba las botas de plástico y no estaba acostumbrado al comportamiento de las mismas; pero al final bajó bien y sin dificultad.
Una vez en el Collado Superior de Lliterola solo nos quedaba deslizarnos por una senda bien marcada a nuestra izquierda que se dirigía al Lago de Oô o al Portillón de Oô. Nosotros decidimos seguir lo planeado y realizar la circular pensando que llegaríamos antes al Refugio de Estós. El sol iba bajando lentamente y la marcha, aunque sin pausa, parecía que no iba tan rápida como queríamos ni tan rápida como baja el sol del atardecer. Por fin, rodeando la enorme mole del Perdiguero por su noroeste, llegamos a la orilla de un gigantesco y helado nevero: es el Glaciar del Portillón. Yo disfruto con la marcha, somos dos aventureros solitarios en medio de la nada y de todo. El sol se acerca peligrosamente a la tierra en su afán de ocultarse tras ella, y a la vez colorea y oscurece las hermosas montañas, que parecen tan inaccesibles, tan magníficas y bellas: el Gran Quayrat y el Lezat las más cercanas y llamativas, hermosos espolones blanqueados con algunos neveros que surgen, verticales y empinados, del interior de la tierra. Jesús se pone rápido los crampones y sale sin perder tiempo por la pendiente helada del glaciar. Yo me quedo ensimismado por el paisaje pirenaico al atardecer y tardo más en ponerme y ajustarme mis crampones de correa a mis botas. Cuando voy a salir en su persecución, él ya lleva medio glaciar recorrido y le hago una, creo yo, bonita foto. Es una lástima que tengamos que ir rápido pero el sol estaba muy bajo y nos faltaba mucho por llegar al refugio, aunque atravesé el glaciar mirando varias veces atrás y hacía el infinito para poder fotografiar con mis pupilas y mi mente aquellos paisajes de ensueño.
Jesús me esperaba ya en el Portillón de Oô. Estábamos de nuevo pisando tierra española, bueno, en la frontera. Abajo se extendía el amplio y bello Valle de Estós, aunque la oscuridad y las sombras hacían que se perdiera el sentido de su mágica visión y belleza. Nos quitamos los crampones rápido, no hay que perder el tiempo. Miramos el mapa y vemos que tenemos que cruzar, si queríamos seguir el camino elegido hacía Estós (aunque creo que no había otro a menos que desandáramos lo recorrido), dos pasos en sendas crestas y paredes que bajaban del Pico del Portillón y del Seil Dera Baquo: la Collada de Molseret, que se encontraba en la crestecilla de la Tuca y Agujas de Molseret; y un paso en una paredilla que te bajaba al Valle de Gías y de ahí a Estós. Estos pasos no serían nada peligrosos ni difíciles si no fuera por que los teníamos que hacer de noche y sin conocerlos.
La inclinación de la bajada desde el Portillón de Oô pasa inadvertida junto a un pequeño nevero que se abre entre las paredes y verticales aritas del Perdiguero en su Hito Oeste y el Pico del Portillón de Oô. Jesús se adelanta siguiendo una pequeña senda excavada en la fuerte pendiente, entre canchales y rocas descompuestas, dirigiéndose hacía la derecha, hacía la Cresta de Molseret. Ya casi de noche, gracias a la altura la luz del día aguantaba lo suficiente para vernos, llegamos a la Collada de Molseret. Dirigidos por una senda bien definida aunque no extraordinariamente señalizada, la Collada, Cresta y Tuca de Molseret se representaba con una enigmática y fantasmagórica forma ayudada por la oscuridad y las sombras de lo que quedaba de día. Utilizando la imaginación daba la impresión de estar cruzando un paisaje sacado de alguna novela de ficción y fantasía. Te producía un leve temor a la vez que una gran impresión y solemnidad.
Muy poca luz quedaba ya. Casi no nos veíamos. La noche había caído con todo su manto oscuro de luces y lucecillas. Para cruzar el siguiente paso después de la Collada de Molseret, teníamos que estar atentos ya que era un pasillito en una pared. Como la noche había caído ya, decidimos no seguir mas y hacer vivaque en alguna de aquellas plataformas casi abalconadas de roca viva que te encontrabas entre los dos pasos; también habíamos perdido el rastro a los hitos con lo cual no nos quedaba otra opción si no queríamos tener algún accidente o simplemente desviarnos demasiado del recorrido.
Estaríamos a algo más de dos mil cuatrocientos metros y suponíamos que esa noche haría frío a esa altura y donde estábamos. Yo por suerte me había traído mi funda de vivaque y me metí en ella con todo lo puesto para pasar el menor frío posible. Jesús no tenía funda de vivaque y pensaba que iba a pasar un frío terrible. Yo le sugerí vaciar mi mochila, que era la grande, para que así la pudiera usar como una especie de funda o saco al meter los pies en ella. También le dejé mi chaqueta para que así no tuviera tanto frío en el tronco del cuerpo. El caso le resultó bien; lo único es que yo, con el paso de las horas, empecé a tener frío por que la funda te aísla pero no te da calor, así que sobre las doce de la noche y con todo el morro que pude tener, desperté a mi compañero para que me devolviera la chaqueta y ponérmela. Creo que se quedó muy sorprendido y no tuvo más remedio que ceder medio indignado y resignado. Él se la había colocado encima de la suya y tenía protección doble de forma que le fue muy fácil quitársela y devolvérmela. A partir de entonces entré en calor y empecé a dormirme bajo un techo de miles de estrellas. Al vaciar la mochila la comida la habíamos dejado fuera temiendo que esa noche algún animalillo se acercara, pero por suerte ninguno se aproximó a desvelarnos, y como pudimos dormimos bajo las vertientes del Seil Dera Baquo.
Ya se hacía de día; y antes de abrir los ojos ya oíamos el chirriante grito de alerta o de llamada de las marmotas. Incluso llegué a pensar que alguna de ellas se acercó hasta nosotros por que las oía muy cerca. Hacía tiempo que había amanecido y reincorporarse después de dormir en un colchón de piedra es esforzado y doloroso, me dolían todos lo huesos y músculos de la espalda.
Después de levantarnos, arreglar la mochila, que por cierto la comida había quedado intacta, y de ubicar nuestros miembros y órganos en su sitio, decidimos seguir e intentar bajar a Estós. Quizás si hubiéramos bajado por donde subimos hubiéramos llegado al Refugio de Estós o si la noche nos hubiera engullido la habríamos pasado en la Cabaña del Tormo, Noba o La Coma que casi pillaba de paso, pero… ¡La aventura es la aventura! y si quieres hacer un recorrido circular a la vez que ver otros rincones del macizo, hay que seguir otras sendas y otros caminos; además, según el mapa, iba a ser más corto por donde íbamos ahora que desandando lo recorrido, pero claro, nos entretuvimos demasiado bajando por aquel laberinto sin salida de rocas enormes del Perdiguero.
Al llegar a la zona de vivaque no apreciábamos el paisaje delante nuestro, solo el recorte de sombras de la montaña en la noche te hacía tener una idea de lo que había. Ya por el día el majestuoso macizo del Posets se abría sobre nosotros como una enorme carpa de circo gris, encrespada y resaltada por sus terminaciones y mástiles, sus numerosos picos y puntas. El Valle de Estós es un valle muy hermoso que alberga maravillosos paisajes y espectaculares montañas. Por suerte esa noche no llovió y el día amaneció claro y despejado como el mar en calma chicha. Solo algunas nubes matutinas iban apareciendo con la subida de la temperatura con el transcurso de la mañana.
Seguimos o reanudamos la marcha de vuelta al refugio perdidos por el límite de los árboles a más altura del valle y por pendientes escabrosas, discontinuas y laberínticas. Acercándonos al centro del Valle de Gías, ya entre pinos y menos rocas, una pared nos cerraba el paso al camino el cual nosotros pensábamos debíamos seguir, y era aquel que se encontraba pegado al riachuelo. Por suerte, una serie de hitos que divisamos nos indicaron un paso, no difícil, entre dichas paredes para bajar a las orillas del riachuelo. Aún debíamos de dar gracias por haber hecho noche en aquel lugar, ya que este paso, sin conocerlo, no lo hubiéramos visto en mitad de la oscuridad. Arriba de nosotros y hacía el sur se levantaban los formidables picos de Gías, Gourgs Blancs y el Jean Arlaud como una bonita y a veces encrespada e inexpugnable muralla salpicada de neveros, solo fácilmente asediable por el Puerto de Gías de suaves formas.
El Gourgs Blancs me llamará la atención precisamente en aquellos momentos y desde entonces lo apuntaría en mi lista de tres miles por subir. No parecía excesivamente difícil, pero su recortada cresta me atraía por su peculiar forma. La montaña en sí, hasta el nombre, me parecería una bonita e interesante conquista y la pondría como un próximo objetivo en un futuro.
Ya junto al riachuelo, emprendimos, la que yo pensaba, sería una bajada sencilla y rápida. Pero el desconocimiento de la senda o camino a seguir por aquellas pendientes, laderas y palas pulidas por las cristalinas aguas del río, nos hicieron entretenernos más de la cuenta. De nuevo pensaba que menos mal que habíamos pasado la noche antes de afrontar tal laberíntico lugar.
Ya más abajo, el Refugio de Estós aparecía ante nosotros como una casita de ensueño en medio de un valle especialmente hermoso, verde y frondoso. Un riachuelo bajaba de las inmediaciones del puntiagudo y encrespado Pico de Bardamina, donde sus neveros y canchales nos daban muestra de que las formas de su faz tenía orígenes fríos y helados. Un bonito y perfecto contraste entre las suaves, verdes y boscosas laderas bajo del valle y las angulosas, puntiagudas y vertiginosas vertientes de las proximidades al Pico de Bardamina. Un valle perfecto. Un paisaje perfecto.
Por fin estamos en el refugio. Parece que nunca íbamos a llegar y por fin podíamos descansar nuestros mortecinos cuerpos en la comodidad del fuego y un colchón. Arriba en las habitaciones habían quedado nuestros sacos que la noche anterior se habían librado de engullirnos y soportar los codazos y rodillazos nuestros mientras dormimos. Mientras descargábamos las mochilas y acomodábamos las ropas, comentábamos a la mujer (la más mayor) que guardaba el refugio nuestra pequeña aventura: “acaso no es eso la montaña o para que estáis si no”; nos dijo la mujer. No con esas palabras justas pero si con ese significado. Me pareció que nosotros éramos unos quejicas y que ella tenía razón.
El resto del día lo pasamos en el refugio, descansando, ensimismados por el paisaje del valle desde su balcón, viendo a la guarda joven hacer sus encantadores e hipnotizantes juegos malabares, un grupo de chiquillos, niños más bien, acaudillados por unos monitores que les enseñaban nudos con las cuerdas y otras pericias de la escalada y el montañismo… todo el día en plan relax. Creo que ya habíamos tenido suficiente montaña y además aquel día nos sorprendió con alguna que otra lluvia que nos hubiera empapado en la subida a algún otro pico en es día si hubiéramos pasado la noche en el refugio. Al final la aventura nos vino bien y nos gustó, y todo salió, improvisadamente, a pedir de boca.
Cuando nos hartábamos de estar fuera, nos metíamos en el amplio comedor del refugio, yo me estudiaba los mapas, cuadros y demás información colgados de las paredes del refugio; y mi compañero Jesús jugaba al ajedrez con un solitario ciudadano de Madrid; que después de dos o tres partidas ganadas por mi compañero, al otro individuo le molestó y ya dejaron de jugar.
Al otro día emprendimos la marcha de vuelta al coche. El valle, si cabía, estaba más verde y bello después de las lluvias de ayer. Las brumas y nubes que tapaban los altos pináculos del Perdiguero, el Portillón de Oô con su pico y el Seil Dera Baquo, nos decían que la atmósfera aún no se había estabilizado, y formaban bellas estampas de verdes, cascadas, blancos, grises y roca. A más de la mitad del recorrido y en mitad del camino nos encontramos una salamandra de un vistoso color amarillo chillón y un negro reluciente que nos indicaba la peligrosidad de su envenenada piel, y salía a despedirnos en nombre del Valle de Estós. Después de las lluvias, los animales, anfibios o reptiles de agua salen para regocijarse entre las humedades y la tierra mojada.
La bajada fue rápida y pronto llegamos al coche. Nos despedimos así de este bonito, agreste, verde y todas las cualidades que puede tener un perfecto paisaje de montaña alpina. Nos encantó, sorprendió y encandiló el lugar. Aparte la aventura corrida fue interesante y enriquecedora. Pronto volveríamos a este hermoso lugar de los Pirineos.
Preciosa crónica. Leerla ha sido como volver a estar allí. ¡Qué noche la de aquel año!