Al otro día nos levantamos muy descansados y bajamos al bufet libre para desayunar esos ricos alimentos que Jesús tan bien sabe describir en su cuaderno de viaje. La comidilla del comedor fue el desconcertante desmayo de Jesús. Después, desde la misma habitación llamamos a España, a nuestra gente para que supiera que habíamos llegado sin ningún percance y estábamos bien. Al salir del hotel nos sentimos como esos animales que llegan trasladados a un lugar desconocido, a una tierra o territorio nunca visto, y salen de su jaula con mucha precaución, lentamente, observándolo todo y oliéndolo todo, y al menor ruido, volviéndose al hotel. Antes y desde la ventana de nuestra habitación, empezamos a empaparnos de la visión del nuevo horizonte, de la nueva ciudad. Ahora veíamos la forma que tenía como de valle al apreciar las casas subidas a lo alto de la ladera de enfrente, y que bajaban como cascada de ladrillo rojo, negras ventanas y brillantes tejados. Abajo la calle Graneros, estrecha, con los puestos de madera fijos (o casi fijos) que la hacían más estrecha aún. Y un ir y venir de ponchos coloridos, sombreros, bombines negros y gruesas morenas mujeres bolivianas. Me quedé estupefacto con la primera impresión aunque con el paso del tiempo me acostumbré a ver ese mercado fijo y vivo, y lo ví habitual, original y necesario ¡Estábamos en La Paz! No paraba de repetírmelo mentalmente.
Por la Avenida Illampú paseamos hacía la calle Santa Cruz y Sagárnaga, lugares desconocidos en ese momento pero que volveríamos y pisaríamos como aquel que repite al deleitarse con su helado favorito; no nos cansaríamos de pasear por La Paz. Como animales salvajes vamos recorriendo el nuevo territorio: muchas tiendas diferentes y diversas a un lado y otro de la calle, pequeñas sucursales de bancos con guardias (que casi parecían militares con el uniforme de gala) apostados en la entrada provistos de una voluminosa ametralladora y una mirada de rapaz, puestos de comida, objetos y mercaderías que regentaban viejas y no tan viejas mujeres aymaras con sus ponchos coloridos, bombines negros y con largas trenzas oscuras algunas de ellas… A Jesús le chocó el ver gruesas mujeres (la mitad o algo más de la mitad de las mujeres bolivianas aymaras e indígenas del altiplano eran gruesas) trabajar con pico y pala en una zanja. Son trabajadoras del Ayuntamiento parece ser, y hacen trabajos de mantenimiento o canalización. Se ve que los trabajos forzados los hacen más las mujeres que los hombres del altiplano, y es que están hechas de otra pasta, comentaba mi buen amigo y recuperado Jesús.
En la calle Sagárnaga nos dicen es donde hay más agencias de viajes que podemos encontrar para ir a la montaña, selva, Titicaca… con lo cual deambulamos por la original y adoquinada calle. Con una gran pendiente y edificios y casas tradicionales. Caminar por esas calles de La Paz a esa altitud, ya nos servía para aclimatarnos. Postes con decenas que parecían miles de cables gruesos y finos cogidos a la misma altura, tráfico caótico de coches sacados, algunos, de los años cincuenta, autobuses o guaguas sacadas también de aquella época, furgonetas parecidas a las Nissan Vanette pero algo más pequeñas utilizadas como el medio de transporte más eficaz en el altiplano, al que llamaban “movilidad” y del cual siempre salía una voz altona y chillona (muchas veces de niño) que no paraba de repetir los lugares de la ciudad por los que pasaba o paraba: “¡Calacoto, Chacacollo, Villa Cruz, Santa Bárbara…!” Algunos barrios y otras calles; con el parabrisas lleno de cartelitos con esos lugares… ¡Estamos en Sudamérica! ¡Y es genial!
Paseándonos por la Calle Sagárnaga vimos que habían varias empresas de agencias de viajes. No se puede decir que eran como las comunes agencias de viajes españolas o europeas; éstas se contrataban para hacer expediciones con porteadores, guías, cocineros, tiendas de campaña… Habían muy pocos o ningún lujo en aquella pequeña parte del mundo como para contratar un viaje a una playa encantada con hoteles de cinco estrellas y piscinas con barra libre… eso allí era casi inexistente, y si lo que buscas es eso, deberías buscarlo en otro lugar que no fuera la Calle Sagárnaga.
Como solo pudimos contratar una noche en el Hotel Rosario, esa mañana debíamos abandonarlo y trasladarnos a otro hotel. Esta vez nos iríamos del idílico y céntrico La Paz a otro barrio residencial más moderno, más nuevo y a más baja altura, al Hotel Calacoto. Contratamos una movilidad enterita para nosotros y discurrimos por las laberínticas calles y extrañas avenidas de la enigmática ciudad de La Paz. Casi, casi había que ir del centro a una punta de la ciudad, con lo cual nos dio tiempo a vislumbrar y apreciar los aspectos, cambios y perfiles de la ciudad. Absorto de nuevo por el corto viaje en el interior de una ciudad desconocida y diferente, intenté con mis pupilas y mente fotografiar aquellos edificios, casas, jardines, fábricas, avenidas, coches, viandantes, carteles… como si de una máquina reprogramada para recopilar datos ambientales se tratara ¡Adiós Hotel Rosario! Muy buen hotel, acogida y servicio… la expedición empezaba muy bien.
El Hotel Calacoto de tres estrellas se encuentra entre amplias, horizontales y cuadriculadas calles cercanas o en el interior del Barrio de Miraflores o en el barrio del mismo nombre del hotel. Este era un aparta hotel más que un hotel: con nuestro comedor, cocina, habitaciones, baño para poder acomodarnos los ocho que íbamos. El lugar era diferente al céntrico barrio de Rosario, más moderno, más ordenado, más común a una ciudad de reciente construcción, o sea más feo, pero eso sí, más horizontal. Habíamos bajado cuatrocientos metros, de los tres mil seiscientos del Hotel Rosario a los tres mil doscientos. Se puede decir que aunque el lugar era más parecido a un ambiente europeo, era más aburrido. Lo bonito es estar en todo el meollo de La Paz, entre las calles Sagárnaga, Max Paredes, Muñecas, Mariscal Santa Cruz… cerca del mercado de las brujas, de la Plaza Murillo, de la vida mágica de los Aymaras. Pero el hotel/aparta hotel Calacoto no está tampoco nada mal; también era frecuentado por individuos de otras nacionalidades y continentes que, enfrascados algunos de ellos en mascarillas con bombonas de oxigeno, paseaban su troillet por los pasillos exteriores del palaciego jardín del hotel; pasando por nuestras ventanas que daban al mismo jardín como nuestra puerta, como ejercito de guiris al acecho de alguna ciudad que asediar con sus cámaras fotográficas de última generación… a tan alta altura, había “vida”. Yo no me dí cuenta pero Jesús me dijo que en el aeropuerto también vio a particulares con su mascarilla y bombonita de oxigeno. Era también un servicio que ofrecían algunos hoteles de La Paz, algo curioso que no se veía en ninguna otra capital del mundo. Recuerdo que el patio, jardín del hotel con su césped, su fuentecilla, sus sillas metálicas blancas con sus cenefas, sus grandes sombrillas e incluso escenarios para conciertos o espectáculos, parecía una copia surrealista y abandonada de una película de época de Berlanga o Fellini. Reflejos absortos de esa programada visión ambiental sobre todo lo que me rodea.
Salimos del hotel para reconocer el nuevo territorio (parecía menos “hostil” que la “jungla” del centro), comprar y abastecernos de alimentos y complementos, y comer por allí. Así que cogimos la Avenida José Bollivian, ancha, amplia de cuatro carriles pero rodeada en su gran mayoría de unas casas, medianas, ajardinadas y algunos edificios modernos, altos con amplios espacios libres y locales comerciales en lo más alto y final de la avenida. Nos metimos en el acogedor restaurante La Campana que me recordaba a un restaurante mejicano, y en donde nos sirvieron suculentos, buenísimos y sabrosos platos: ensalada, pizza, pollo, churrasco… Estando pegada Bolivia a Argentina, la carne en ciertos lugares, era plato esencial, primordial, elaborado y exquisito; y en La Campana no iba a ser menos. Todo lo contrario que en Ecuador, donde la carne no era su punto fuerte, nada, nada fuerte. Allí fue donde descubrí y me sorprendí con mi querida, dulzona y refrescante cerveza Inca. No conocía la existencia de tal marca, ni era gran bebedor de cerveza negra, pero no sé si fue porque nos la ofrecieron, sugirieron, por su símbolo, o por simplemente la curiosidad de probar algo nuevo y exótico en una tierra nueva y exótica, que me pedí una Inca. Habían otras. Algunas famosas como la Paceña con su Illimani en la etiqueta sobre las casitas de La Paz, o la Huari que se pidieron mis compañeros. Yo me quedé prendado, engatusado y enamorado del dulce sabor de la Inca. No era una de las mejores cervezas de aquellas que podríamos calificar por auténticas “cervezas”, y tampoco era la típica amarga negra como la irlandesa. Esta era dulzona, refrescante, aliviante, suave… todo un regocijante sabor para mi garganta y estómago. Un descubrimiento y sabor que hasta ahora no ha podido superar ninguna bebida de características similares. A partir de entonces en cualquier sitio al que parábamos a tomar algo en La Paz, pedir una cerveza Inca fue mi costumbre, por desgracia en la mayoría de los comedores del centro de La Paz no la tenían.
Es costumbre y tradición el traernos alguna bebida que probamos en las expediciones o que más reflejan la común costumbre alcohólica mundial con la que más nos podemos sentir identificados y como conectados con las gentes y pueblos del lugar. Por ello nos trajimos cerveza del Mont Blanc, vino de Sierre, cerveza Baltika de Rusia, chicha de Ecuador (o al menos lo intentamos)… y de Bolivia quisimos traernos Paceña y yo una Inca; como símbolo de unión de costumbres beodas y alegres en todas las partes de la tierra: cerveza. Pero tan diferentes, originales y refrescantes como los lugares que hay en el mundo donde las hacen. Por desgracia es peligroso, difícil y casi nada recomendado el llevar bebidas en el avión, tanto como equipaje de mano como facturado, con lo cual decidimos no traernos ninguna. Por suerte descubrí hace año y medio desde que escribo estas líneas, un barecillo boliviano en Orihuela (Alicante), el cual me abasteció de una rica cerveza Paceña que bebo y he guardado en mi vitrina de bebidas. Pero aún no he podido volver a beber la rica Inca, ni la he podido recuperar para darle su sitio de honor en la vitrina… quizás esos “señores desconocidos” que mueven los hilos y destinos del mundo quieran que regrese a Bolivia algún día para redescubrir y gozar de ese tesoro; creado y disfrutado solamente para aquellos enigmáticos habitantes del altiplano boliviano. Sin tener la oportunidad de profanar la bebida en un lugar distinto al que fue elaborada… ¡Quien sabe!
Después de comer, pasamos y deambulamos por varios centros o locales comerciales de la zona. Entramos en un supermercado “Ketal” para comprar. Hay mate de coca. Contrariamente a lo que se pueda pensar, la hoja de coca no es mala. Se mastica o se hace en infusión como podría ser la menta, manzanilla, poleo, tila… pero teniendo unos efectos distintos y adecuados para según qué problema, malestar o síntoma físico con total naturalidad. En toda la Sudamérica andina se toma té de coca como si fuera manzanilla o poleo aquí. Es el hombre el causante de convertir a la coca en ese producto químico, adulterado, dañino, peligroso y adictivo, en esa droga, la cocaína. Porque la hoja de coca en sí y tomada naturalmente no es nada dañina, al contrario, es beneficiosa, como por ejemplo suavizar los efectos del “soroche”.
Volvemos al Hotel Calacoto y pasamos la tarde tranquilamente. Tomando mate de coca, haciendo autodefinidos, mirando guías… y ya algo más aclimatados y asentados en la nueva ciudad, en el nuevo continente, en el nuevo lugar y cordillera… empezamos a planificar nuestras rutas, aclimatación y guía de viaje.
El día veinticinco venían más componentes de la expedición: David y Trino; así que de este día al veinticinco podíamos movernos por Bolivia. Pensando que al estar ya más completa la expedición nos iríamos directamente a la cordillera para aclimatarnos y subir montañas, decidimos planear rutas turísticas sin montañas para ir poco a poco acostumbrándonos al clima del país, y cuando ya estuviéramos en mejor estado y acondicionados, atacar las grandes montañas. Se barajaban varios lugares pero debíamos ir a sitios cercanos que no fueran de muchos días. Una era obligada para todos: el Lago Titicaca. Y otro lugar que yo aconsejé y sugerí, fue Tiwanako. A partir de la llegada de Trino y David nos iríamos ya a la hermosa cordillera andina. Esta vez Ballester y Javi, pero sobre todo Ballester, sugirió muy convencido ir a Los Condoriri, y pasar allí otros cuatro o cinco días subiendo picos de más de cinco mil metros de altura. Muy buena elección por cierto; un lugar de alta montaña espectacular y hermoso. A la vuelta y ya en agosto, Quique e Infi, que salían el treinta y uno de julio o uno de agosto de Alicante, llegaban a Bolivia cuando el resto de la expedición ya hacía los preparativos y acercamientos a las grandes montañas y objetivos principales andinos de Bolivia: Illimani y Sajama. Jesús y yo ir al Illimani y el resto del grupo acercarse a la región de Sajama para “preparar” la subida a la montaña más alta de Bolivia y la decimotercera de los Andes, del continente Americano. Y después de tanto ajetreo andino, un merecido descanso de calma, sosiego y verde en la maravillosa selva amazónica boliviana con el objetivo, en un principio, de visitar el Parque Nacional Madidi; eso para la última semana o cinco días últimos de estancia en Bolivia ¡Ahora ya estaba todo planeado y preparado! ¡La guía de viaje era inmejorable, espléndida e ingeniosamente atractiva!
Esa tarde la dedicamos a contar historias de otras expediciones, de otros viajes… Ecuador, Costa Rica, Perú, India, Rusia… aventuras y desventuras… lugares con magia, encanto, distintas bellezas, experiencias… que hacen de este mundo algo maravilloso, extraordinario, frágil y enérgico. A Zaida le afecta aún algo el frío, el jet lag, la altura, a pesar de que estamos a tres mil trescientos metros y más bajos que en el Hotel Rosario. Javi le recuerda su anécdota del Cotopaxi en Ecuador cuando también le dio lo suyo en su refugio. También las historias de la selva nos emociona y nos lleva a esos cortos momentos que pasamos en Ecuador. Hablamos de lugares, costumbres, tradiciones, animales, bichos y parásitos. Muy impactados quedamos por el relato de ese pequeño pez parásito que vive en las aguas dulces amazónicas; ese que se introduce en tu uretra atraído por el peculiar olor de tu orina cuando el aliviante líquido amarillo sale en el momento en que te sumerges en las aparentes, tranquilas y mansas aguas de algún río amazónico… Y como a ese señor le tienen que “operar” y “abrir su aparato excretor” en el lugar, justo antes de la vejiga, donde se ha hospedado el cruel y escurridizo pececillo… Y como relata como vió introducirse, mientras aliviaba su hinchada vejiga, a este diablo acuático, como lo agarraba, se le escapaba, resbalaba y se hacía hueco por el estrechísimo conducto urinario en un lugar tan delicado. Y sin poder sacarlo ya que las escamas o piel del bicho, están previsto de una especie de ganchos que evita el retroceso y por mucho que estire de él hacía afuera lo único que conseguía era desgajarse su piel interna… ¡Uggghhh…! Ya nuestra imaginación trabajó para que esa anécdota se quedara grabada en aquella parte de la mente atenta a los peligros de la vida. No me acuerdo del extraño nombre del pececillo, ni hace falta; con saber lo que no tengo que hacer para que eso ocurra, basta.
Nos dormimos con sueños de montañas, de hielos, nieves y cumbres conquistadas, con la selva, sus gigantescos árboles, rincones, paz… y esos animalillos que aprovechan tus descuidos para alegrarte el día y su existencia. Esta vez sin ningún desvanecimiento, ningún susto, tranquilidad y descanso.