Un domingo por la mañana temprano ¿Quien madruga los domingos? Me preguntaba yo la primera vez que quedé con mi primo Miguel Ángel para subir una montaña. Realmente iba a ciegas. Sabía que iba a la montaña pero no sabía más: lo que íbamos a hacer, como había que ir, el tiempo que íbamos a estar… Fué mi «primera montaña» y yo hacía poco más de 3 meses que había cumplido los 12 años. Por aquel entonces a la cima de La Vella la llamábamos El Crevillente (por ser el pico más alto de la sierra del mismo nombre, que a la vez tiene el nombre de la población que queda en sus faldas al sureste). Iba con zapatillitas que no eran ni de deporte si no medio de vestir, con un pantalón vaquero también de vestir y una camisetilla nada de deporte… Creo que nadie me había dicho como había que ir vestido para salir a la montaña, y tampoco era deportista para prepararme.
Por aquellos entonces en aquellos tiempos de la preadolescencia sufría una especie de «agorafobia», producida por un tipo de «bullying», como se llama ahora, que hace 15 o más años se llamaba “acoso escolar” y en los ochenta no tenía nombre, sufrido en la escuela que odiaba con toda mi alma. Quizás no por el hecho de estudiar y trabajar en sí, que ya no me gustaba, si no por los malos ratos diarios que pasaba castigado por los que decía ser mis compañeros. No era un bullying violento, supongo que la gran mayoría de mis compañeros no se atrevían a enfrentarse físicamente conmigo porque ya tenía el cuerpo de un buen mozo, era todo psicológico, la lengua y las acciones que hacen que uno se sienta peor que la mierda que pisamos en el suelo. El caso es que no salía de casa. La calle era peligrosa, la gente se mete conmigo, en casa y abajo con mi abuela viendo cientos de horas de tele, nadie se mete conmigo, todo está tranquilo, todo es bueno. Mejor no salir, no salir nunca de casa.
Por ello no sé como salió la conversación que un día mi madre tomó cartas en el asunto, no con lo que sufría en la escuela, si no con eso de no salir. Y de esta situación recuerdo una frase que nunca se me olvidará: «¡Vete con tu primo a ver si te espabilas!» A mí me gustaba la Naturaleza con lo que no dije que no, y sumisamente ese domingo por la mañana (no recuerdo la fecha exacta) del mes de abril o mayo, primavera de 1.988 quedé a las 8 o 9 de la mañana en la puerta de casa de mi primo Miguel Ángel en el mismo centro de Almoradí para «salir a la montaña» ese día.
Mi primo bajó con sus pantaloncitos cortos de deporte (o bañador, quien sabe), su mochila vintage (del año la pera), una camiseta y esas botas de montaña que comenzaron a llamar la atención y que después serían el objetivo de mi iniciación montañera. Habíamos quedado también con dos amigos suyos. Todos mayores que yo mínimo de 15 a 20 años: José María de la Daya Nueva y Paco Quiles. No tengo gran cantidad de recuerdos de esta primera salida, pero unos pocos se han quedado grabados a fuego en mi memoria como la tabla del 1: nada más verme Paco Quiles me espetó a modo de riña sin enfado pero lo suficiente para que me calara hondo: «la próxima vez no vengas con esos pantaloncitos vaqueros, aquí no se viene a ligar» o algo muy, muy parecido. En un principio me sorprendió y mi susceptibilidad salida de lo que sufría en el cole, y a la vez mi sumisión de dejar que me dijeran lo que quisiera sin tener culpa me hizo pensar: «¡Aquí también se va a meter conmigo! bien empezamos»… pero por suerte fué la única vez que pensé así en las salidas con mi primo Miguel Ángel. Y fué a partir de aquí cuando descubrí que no todo era sufrimiento y malos rollos, malos ratos con la gente, con los compañeros… la montaña para mi fué como estar en otro mundo, alejado de las calles, de las escuelas, de la gente que se mete contigo sin motivo y te hace sentirte tan mal… la montaña era otra cosa, otra casa para mí, un hogar donde el «Rey» llegaría a ser yo, el «Rey» de mi propio mundo, de mi propio reino, la montaña… como dijo aquel excepcional escalador francés «La Montaña es Mi Reino» (Gaston Rébuffat).
Con aquel viejo pero muy duro Ford Fiesta amarillo de mi primo dejamos Almoradí para dirigirnos al Parque de San Cayetano (que en aquel momento creo que no estaba rehabilitado del todo), y por un camino que al final se convierte en tierra y que sale de la misma carreterilla paralela al canal del trasvase Tajo-Segura (y que aquí acaba en el Embalse de Crevillente) llegamos subiendo hasta un punto del camino y un lugar donde dejar el coche. No recuerdo exactamente si en el parking del mismo lugar o antes de llegar casi a mitad de camino; el caso es que pasábamos por un vallecillo o encrucijada de ramblas y cauces secos que desde la derecha e izquierda salían por un punto que era donde se encontraban las ruinas de la Ermita de San Cayetano y las antiguas casas de los supuestos monjes que lo habitaban. Cavanilles, aquel estupendo y fabuloso naturalista y geógrafo de siglos pasados, ya hablaba del lugar ¿Que hace aquí en medio de la nada las ruinas de una ermita? Por aquel entonces podíamos entrar dentro y tocar sus ruinosos muros que le quedaban en pié aguantando una especie de base de bóveda redonda, circular pero sin la bóveda… extraordinario.
Hay algo de bosque ya a partir de aquí. Antes todos los barrancos y alineaciones cruzadas mirando al sur estaban desnudas prácticamente de árboles, con matorrales de un clima árido, subárido que casi se puede asemejar a lugares de un desierto (sin serlo). A la izquierda quedaba otra montaña que tardaría en subir y visitar más de lo que se merece ella: el San Cayetano (horriblemente llamado Picacho, como si despreciaran su belleza y majestuosidad). Realmente es un pico atractivo con algo especial, la imagen desde aquí y otros puntos de la sierra sobre él son excepcionales y preciosos… acabado en un roquedo cuadrado como un cubo en su cima, es su mayor característica y singularidad. Un vallecillo y senda a la izquierda y oeste te lleva hasta su falda, subida y cima. Pero nosotros nos dirigíamos al Crevillente que era el sentido contrario al San Cayetano. Siguiendo un sendero hacía la derecha y este al otro lado de las ruinas de las antiguas edificaciones, nos debíamos de acercar a las laderas del mismo por otro vallecillo. El conjunto de la Ermita de San Cayetano era el punto de confluencia de ambos caminos, senderos y vallecillos.
Es un día soleado, muy soleado, pero no lo recuerdo caluroso. Mientras subía mi ya cansado cuerpo por el senderillo en la parte de umbría del vallecillo justo bajo las inmediaciones de la montaña rocosa que después la conocería por el San Yuri (Juri), observaba las diferentes formas de la roca caliza a causa de la erosión: nichos, cuevecillas, agujeros, agujas… Como no salía nada a menudo a la Naturaleza cualquier «extraño dibujo» de ella sobre la montaña, los bosques o el terreno, me llamaba la atención y lo tomaba como algo extraordinario. De hecho otra cosa que me llamó la atención fué el hecho de que mi primo Miguel Ángel llevaba una cámara fotográfica réflex para inmortalizar ciertos momentos en la montaña. Esto me despertó una gran inquietud y obsesión por fotografiar aquello que fuí considerando mi segunda casa: la montaña, en todas las salidas que hiciera. Supongo que entre otras cosas era la forma de inmortalizar aquello que me apasionaba y no quería perder detalle del momento, experiencia, y dejar una impronta para poder recordarla siempre el resto de mi vida… o algo así. Era como perpetuar lo que ya parecía ser perenne: las montañas… pero lo cierto es que con mi sencillísima cámara Werlisa que me regalaron por mi comunión súper compacta de 3 posiciones (sol, nublado y flash, que no llevaba), comencé a hacer fotos que curiosamente solo hacía a los diferentes perfiles de las montañas y paisajes, muy pocas veces salía gente, compañeros, personas (supongo que mi inconsciente seguía enfadado con el «ser humano» en general). Es curioso.
Llegamos al otro extremo de la umbrosa senda. Aquí la vegetación, el bosque es más interesante: mejores ejemplares, altos y algo más frondosos. Hay una casa o sus ruinas en medio del bosquecillo. Es una parte encantadora de la sierra. La senda se ensancha, se convierte en camino, y éste deriva en una pista que viene de la misma población de Crevillente y separa la loma o subida de la mole del Crevillente del resto de montañas o lomas a su izquierda u oeste. Ya estamos en la pista y bajo la escabrosa, terrosa y casi desnuda de vegetación loma y vertiente oeste del Crevillente. Seguimos la pista hacia la izquierda y norte bordeando la culminación de la nombrada vertiente del Crevillente para encontrarnos, al otro lado, un cruce y otra pista que gira a la derecha y sigue por toda la umbría de la mole y loma del Crevillente. Después esta pista se convertirá en carreterilla asfaltada, y será la que suba hasta la misma cima del Crevillente y sus antenas.
En esta parte de la sierra el paisaje cambia casi desconcertantemente: hay más verde y los árboles y ejemplares del bosque que cruzamos ahora son altos, amplios y muy vivos. La umbría del Crevillente hace que parezca cambies de clima de una vertiente a otra de la sierra (característica muy común, diferenciadora y muy apreciable en casi todas las sierras alicantinas y murcianas). Pero el embelesamiento de estar en plena naturaleza crevillentina no hace que me olvide del gran cansancio que estoy sufriendo y más ahora que el asfalto se empina considerablemente. Y se hacen las preguntas de siempre: «¿Cuando llegaremos arriba?» y la siempre inequívoca y elocuente respuesta de mi primo «Cuando estemos por encima de las copas de los pinos, estaremos ya en el pico» Entonces yo observaba todos los pinos de alrededor, sobre todo aquellos que estaban a más altura y pensaba para mis adentros «no llegaremos nunca a la cima ¡¿Quien me manda venirme a la montaña con lo cansado que esto?!»… pero es que con aquella edad, a pesar de ser joven y tener un cuerpecillo esbelto, me movía menos que un gato de escayola (siempre encerrado en casa o abajo de casa «a ca mi abuela»). Cualquier pequeño esfuerzo era un suplicio y temeridad para mí. Que mal lo pasé con el «sobreesfuerzo».
Pero por fin y después de una curva de la pista asfaltada y una empinada rampa, la carreterilla acaba justo junto a unas antenas en la cima de la loma o mole del Crevillente. Ya estaba casi por encima de todos los pinos de los alrededores, pocos metros quedaban para llegar al «eje geodésico» o «pilón» que marca el punto más alto de algunas montañas y que el Crevillente tenía. De repente me veía en la cima del Mundo. Todo estaba bajo mis píes: la comarca de la Vega Baja, el Campo de Elche, se veía el mar… y otros cientos de rincones que en ese momento no sabía que eran, no sabía que veía pero eran paisajes lejanos: montañas, valles, ciudades, rincones en general… no sabía distinguir lo que veía pero lo que veía me pareció grandioso y desconocido a la vez… ¡Figúrate si a la vez conociera todo aquello a lo que llega mi vista! Y puede ser que entonces se despertará sin saberlo, en esta montaña y en otras visitadas más tarde, mi pasión y obsesión por conocer lo que veía desde estos altos puntos: la geografía del Mundo.
Al otro lado de la caseta con las antenas está el abultado pilón que nos dice estamos en la roca o punto más alto de la montaña: El Crevillente. Estamos a 835 mts. de altitud. En la mayor altura de la sierra. Ahora toca las fotos y almorzar. Mi primo saca de la mochila vintage una lechuga entera y seguramente más cosas para comer. El almuerzo aquí arriba es increíble y más gustoso después de la proeza de subir que si fueran los mismos alimentos a nivel del mar. Curioso.
Ya es hora de bajar. La bajada en este día tan bueno y soleado la haremos por la misma columna vertebral de la montaña que poco a poco va bajando hacia el oeste mirando el resto de la sierra y casi de espaldas al mar. Al principio por roca viva y piedras bajo con mucha cautela y temeridad. Es la primera vez que bajo una montaña y parezco un torpe pingüino en una cacharrería. La bajada no tiene pérdida, es seguir la parte más alta de la loma hacia el oeste que es de bajada. Hasta llegar a un punto en el cual giramos algo a la izquierda y sur cuando ya vemos la pista sin asfaltar y el cruce con el camino-senda que nos trajo de la Ermita de San Cayetano por el bosquecillo. Todo esto se ve fácil desde estas alturas.
Esta bajada me mata: resbalo y caigo cada dos pasos, las zapatillas no agarran nada, no tengo nada de técnica en bajar montañas ni en andar por estos sitios tan resbaladizos, inclinados y “peligrosos” ¡¿Quién me mandaría a mi venirme con mi primo a la montaña?! ¿Ahora como bajo? Mi primo desde abajo junto con José María y Paco Quiles no sé si me ordena que me deje de tonterías y baje o eran ánimos lo que me lanzaba desde el camino. El caso es que me fue vigilando todo el tiempo mientras bajaba. Yo intentaba concentrarme en el terreno, en dónde ponía los píes, en no caerme bajando muy despacio y cauteloso… despacio y lento… ¡Qué mal lo pasé! Fueron momentos duros que no acabaron hasta que llegué a pisar “camino firme” y que a mí me parecieron eternos. Más adelante comprendí que es imprescindible tener un buen calzado, unas buenas botas de montaña como las que tenía mi primo y una costumbre o coger una técnica de bajada de la montaña (como la que tenía mi primo) para bajar seguro y divertido por estas salvajes y subáridas laderas de polvo, piedrecitas y terreno resbaladizo inclinado. Recuerdo que años después en séptimo curso de la EGB quería comprarme unas botas de montaña porque me hacían falta para la montaña; mi madre decía que me hacía falta unos zapatos también y me hizo escoger entre las botas y los zapatos. Si escogía las botas tendría que ir al colegio y a muchos sitios con ellas (los sitios donde se supone debía llevar los zapatos) pero a mí me daba igual, en aquellos entonces la montaña era mi prioridad y mi salvavidas: escogí las botas. Aún recuerdo la cara de burla del “Carreras” (Eduardo) y del “Morcilla/Mini/Carnicero…” (Pascual) y sus risas en mi cara al verme en mi sitio, sentado en mi mesa de la clase en el colegio con mis botas Yumas de montaña y caña alta puestas… curiosamente años después se puso de moda ir con botas de montaña por la calle y de fiesta… Curioso. No me arrepentí de la decisión.
Una vez abajo en el camino muy cerca del cruce con el camino-senda que nos llevaba hasta la Ermita de San Cayetano, solo teníamos que desandar lo caminado a la ida para de nuevo llegar al coche. Me cansé, me caí innumerables veces, me hice daño otras tantas, tuve miedo, lo pasé mal… pero no recuerdo que en mis pensamientos saliera la expresión “¡No vuelvo a la montaña!” Eso sí, tarde otros tantos domingos en volver con mi primo para seguir subiendo montañas de alrededor de la comarca: el Cantón, la Peña Gorda fueron las siguientes…
En las siguientes salidas y subidas al Crevillente encontramos (no recuerdo la escena concreta) con otros montañeros oriundos de la misma población de Crevillente que llamaban a éste pico La Vella (La vieja). Extrañados al principio pero asimilándolo poco a poco dejamos de llamar al pico El Crevillente para acabar llamándolo como lo hacían los pobladores bajo la sierra: La Vella.
También es cierto que siempre cogíamos el mismo camino para subirla desde la Ermita de San Cayetano. Pero en ocasiones subíamos por la loma la cual bajamos en esta mi primera vez y después bajábamos por la pista asfaltada, para cambiar y combinar la dificultad, esfuerzo y camino.
Fué mi primera montaña y sin saberlo una gran pasión, una nueva obsesión, un nuevo mundo se abría para mí, ante unos ojos perdidos entre la infamia de la decepción y la depresión juvenil. Nada volvería a ser como antes. Los malos tiempos se irán, volverán pero la montaña con sus alegrías, felicidad y vida siempre estará ahí a partir de ahora… comienza una carrera sin competición ni tropiezos, sin desilusiones ni decepciones, solo éxitos y satisfacción, vida y maravillas.