Para terminar las actividades del Mes del Montañismo de este año 2.007; en el puente de diciembre decidimos acercarnos a una sierra, no demasiado técnica ni difícil para montañeros consolidados, pero si famosa, bonita y singular. Justo en la frontera entre Zaragoza y Soria se alza la Sierra del Moncayo (que no el de Guardamar), que con sus 2.315 mts. (Llamado también Pico de San Miguel) es la cúspide y punto culminante de todo el Sistema Ibérico; desde Javalambre hasta la Demanda.
Nos hospedamos en un albergue a media pensión muy barato y no por ello menos agradable, cómodo y bueno; en Alcalá de Moncayo (Zaragoza). Desde aquí preparamos las actividades. Antonio Cuartero, Zaida, Javi, Adrián, Asun, Mónica, Quique, Infi, Ballester, Gemma, Maria Jesús, María Bernad y yo éramos los integrantes del grupo que participaba de este magnífico y bonito viaje en el que, sobre todo, prevaleció el compañerismo, la amistad y las Leyendas de Bécquer por la noche.
Antes de llegar al Santuario de la Virgen del Moncayo dejamos los coches en uno de tantos aparcamientos habilitados para ello en la sierra, y empezamos la marcha por el Parque Natural buscando la subida a su cima más alta. Primero nos adentramos en sus bosques de grandes y enormes pinos, dejando en un lado de la sierra los hayedos grises y deshojados que corresponden a su imagen en esta época del año. Más arriba llegamos al austero Santuario pero muy querido y honrado por los zaragozanos. A partir de aquí y poco a poco, el bosque iba dando paso a la roca descarnada y con guijarros helados, del calorcillo del bosque al frío de las alturas, de la buena visibilidad a la húmeda oscuridad de las nubes que nos iban cubriendo. No había mucha nieve ese año en el Moncayo; días anteriores se habían derretido en parte por culpa de las buenas temperaturas y el buen tiempo.
Empieza el viento a arreciar y se hace imprescindible abrigarse. Después de una suave subida aparece la descarnada cumbre. Un poco más hacia el norte entre la ventisca y cumbreando llegamos a lo más alto del Moncayo. Metidos en una nube, con lo que no podemos admirar el paisaje. Con un viento frío desapacible. Estamos poco tiempo; las fotos de rigor, la espera a los más retrasados y ya para abajo desandando el camino.
Más abajo, entre los árboles, nos parece estar metidos en un cuento fantástico por las formas fantasmagóricas que le dan la niebla al húmedo y cerrado bosque.
Al otro día el tiempo mejora y decidimos hacer una marcha más tranquila por las Peñas de Herrera. Al sur de la Sierra del Moncayo pero en la misma frontera entre Zaragoza y Soria, entre Aragón y Castilla y también muy cerca del albergue, se abren al paisaje unas rocas en lo alto de unas suaves y a veces empinadas lomas. Rocas como murallas en una frontera, pero accesibles, esbeltas y bellas en esta llanura castellana-aragonesa.
Dejamos la población de Añón cerca y por un camino dejamos los coches justo frente a todo el complejo de las Peñas. Cogiendo la rivera de un riachuelo llegamos hasta una especie de collado desde el cual se sube, muy fácilmente, hasta la más alta de las Peñas de Herrera. Estamos a 1.731 mts. (Corrección: Alto del Picarrón, 1.591 mts.) y hacia el oeste tenemos toda Soria con sus frías y desahitadas sierras y llanuras. Hacia el este la llanura se hace más habitable, a menos altura; es Aragón que también tiene su colección de molinos de viento.
Ahora seguimos todo el cordal de las peñas por sus roquedas cumbres. Bordeándolas, subiéndolas, admirándolas… volvemos monte a través (hay que darle un poco de emoción) a la rivera del anterior riachuelo y así, riachuelo abajo, hasta el coche.
Casi al atardecer se quedaban las rocas solitarias como gigantes de piedra a la espera de despertar de su letargo de cien o mil años. Tan encantadoras como el Moncayo pero de diferente naturaleza paisajística.
Pero no todo es montaña, esfuerzo y lugares abiertos. Cerca se encontraba el famoso Monasterio Cisterciense de Veruela; así que, aún con poca luz del día, nos decidimos a visitar y hacer turismo cultural por estas tierras del Moncayo al bajar de las Peñas de Herrera. Vale la pena visitarlo y conocer aquellas penosas y desconcertantes costumbres, pero históricas y enriquecedoras, de la vida en un monasterio medieval. Aparte el edificio en si con sus estancias y complementos, merece una tarde de recreo y recogimiento.
Me gustó mucho las experiencias en este viaje. Hubo una nota de íntima amistad y complicidad que rara vez se dá en compañeros y amigos que no lo sean de verdad. Gracias por estar ahí.