De nuevo hay que madrugar ¿Por qué habrá que madrugar siempre tanto para coger un avión a algún lugar tan lejano? A pesar de estar casi a mitad de julio y de ser las noches cortas, aún no ha salido el sol. No hay nadie en la calle, no hay ruido; estoy esperando a Edu y Carmen con las mochilas y bolsas en la puerta de mi casa para acercarnos al aeropuerto de El Altet. “No han puesto ni las calles”; es la hora acordada y éstos no vienen. Al cabo de cinco o diez minutos llamo al móvil de Edu. Lo tiene apagado. Pasa más tiempo y empiezo a inquietarme, veo que no aparecen y ahora tengo el tiempo justo de coger mi coche y llegar al aeropuerto a tiempo de chequear. En medio de la cálida noche veraniega alicantina empiezo a correr como alma que lleva el diablo hacía la casa de mis padres que era donde había dejado mi coche para que estuviera vigilado mejor. Justo antes de llegar a la calle donde tienen su casa mis padres, el móvil empieza a vibrarme. Es Edu “Oye Terrés, que nos hemos quedado dormidos y no ha sonado el despertador…” Me tranquiliza algo y dejo de correr al saber que están “vivos”, pero me impaciento más por que esperarles a ellos e ir luego al aeropuerto va a ser más tiempo que coger yo mi coche e ir solo al aeropuerto como iba a hacer. Volví a mi casa andando y les volví a esperar. Al cabo de un tiempo llegaron y partimos rápido al aeropuerto. Edu intentaba explicar el inexplicable caso del despertador programado que no ha sonado mientras volábamos por la autovía en busca del aeropuerto de El Altet. Yo pensaba que volvía a empezar otra aventura, solo esperaba que no fuera toda como este cardiaco comienzo.
A la vez recordaba aquella frase como escapada de un pensamiento fugaz, un pensamiento expresado en voz alta, pero dicho de una manera silenciosa, como casi callada, como si lo pensara pero no quisiera expresarlo a cielo abierto: “si te ocurriera algo, yo no sé qué es lo que haría”. Dijo María pocos días antes de irme… Actualmente entiendo, gracias a mi amiga Clement, con esa frase que me dijo tan explicativa, el réquiem de dos años en una corta expresión: “…en ocasiones igual que te lo dá todo, te lo quita todo…”.
Llegamos al aeropuerto los últimos; ya estaban todos allí. Por suerte, aunque fuimos los últimos, no perdimos el vuelo. Jesús (había llegado el primero), Javi, Zaida, Ballester, Gemma y nosotros tres íbamos a ser los primeros del numeroso grupo que íbamos a conquistar las alturas de Bolivia. La novedad para mis compañeros, fue ver a Eva, la que iba a ser novia de Jesús Santana, que fue a despedirse junto con la madre de Jesús. A partir de aquí la parafernalia y rutina de vuelos, enlaces, chequeos, retrasos, despegues, aterrizajes… que siempre tienen este tipo de viajes, de vuelos. Realmente fue un viaje cómodo y casi rápido, sin enterarnos si lo comparamos con el de vuelta. Siempre imprevistos de última hora, cambiar los billetes por el cambio de día de regreso etc… El vuelo transoceánico agradable en nuestra fila de asientos. Jesús leyendo el libro del CHé, Javi haciendo nuevos records en el desesperante videojuego de la pantallita del asiento (se pasaba las horas jugando), y un corrillo de bolivianos se habían sentado en el suelo entre el hueco de la puerta de emergencia y el pasillo, y hablaban, cubata en mano, de sus trabajos como militares en España; y cuando ya llevaban más de tres cubatas, de lo enamorado y fieles que eran a sus hermosas mujeres bolivianas. A este paso cuando llevaran más de seis cubatas me imaginaba verlos llorando y abrazados por tener que dejarla en la amada, pobre y bella tierra boliviana. Sí, Javi se acercó a pedir algún cubata y descubrió que eran gratis (mientras hubieran existencias), así que cada cierto tiempo nos recorríamos los pasillos del avión para llegar a la cola y pedir nuestra ración de ron gratuito a las guapas y simpáticas azafatas. Javi se acordó de la cogorza que pillaron ciertos “personajes” del grupo en la última expedición que hicieron a la India; con tanto cubata gratis y tan largo viaje en avión.
Después de unas cómodas pero interminables horas de viaje, aproximadamente unas diez horas desde Madrid, llegamos al cálido aeropuerto Viru Viru de Santa Cruz de La Sierra ya en tierras bolivianas. Habíamos hecho unos ocho mil novecientos kilómetros de distancia en línea recta. No es la temperatura de España pero con la humedad de la cercana selva y su clima, esos veinticinco grados centígrados eran bochornosos y pegajosos; también después del artificial aire acondicionado del avión. El “jet lag” hace estragos en nuestra viveza mental, al menos en mí, y nos quedamos petrificados en un aeropuerto desconocido, más tercermundista que a los acostumbrados en España y laberíntico, lleno de gente desconocida y de raza diferente a la nuestra. ¡Estábamos en Sudamérica! ¡Estábamos en Bolivia! Por el retraso en la partida del avión, llegamos a punto y hora para coger el enlace a La Paz, al aeropuerto de El Alto. Gracias a la habilidad, pericia y agilidad de nuestro amigo Ballester, que no parecía afectarle el adormilamiento del viaje, pudimos embarcar casi a toda prisa en el avión de enlace a La Paz ya contratado; después de hacer una cola de gente en la que habían más viajeros que plazas en el avión. Si no hubiera sido por él, quizás hubiéramos perdido más tiempo de nuestra expedición entre aeropuertos.
El vuelo entre Santa Cruz de La Sierra y La Paz era escasamente de una hora, pero era casi como cambiar de país, clima y lugar. De la rica (aparentemente, aunque no pudimos salir del aeropuerto) y calurosa Santa Cruz de La Sierra a la humilde, fría y alta La Paz. El aeropuerto de El Alto dejaba mucho que desear, pero era suficiente para que saliera y llegaran por su fría (y supongo que a veces también helada) pista de aterrizaje. Ahora estábamos a cuatro mil cincuenta metros de altitud y a tres grados centígrados; el cambio en una hora fue muy brusco. Teníamos que llevar cuidado ahora con el famoso “soroche”, porque ya no andábamos a nivel del mar y los mismos y acostumbrados movimientos a esa altura podrían afectarnos irremediablemente. De momento, al principio, parece que no notamos nada, pero sus efectos irán llegando con el paso de las horas. Montamos en unos taxis contratados por Ballester que nos van a llevar al famoso y nombrado Hotel Rosario.
De nuevo estamos cargando el equipaje en unos nuevos, diferentes pero viejos coches, espaciosos taxis. Nuestro equipaje es tal que en la vaca deben de atarlo firmemente con cordeles y plásticos para que no se ensucien por el camino. Olor muy fuerte a carburante quemado, muy molesto y angustioso los primeros días, hasta que te acostumbras. “Aquí no se refina la gasolina” me comenta Jesús. Por eso este olor tan fuerte y nauseabundo, y ese humo tan negro y asfixiante salido de sus tubos de escape. Otra vez en otro país, otra aventura, un nuevo y oscuro horizonte en la noche paceña se abre ante nuestros deslumbrados ojos, que desde las ventanillas de los taxis, recorren cada luz, cada farola, cada rincón de esta emblemática y fascinante ciudad. Me acuerdo de nuestra desventura los primeros días en Quito el año pasado y el “jet lag” se disipa por momentos solamente para atrapar y hacer prisionera mi escondida riñonera con el dinero y los documentos; “esta vez no va a pasar como en Ecuador” pienso para mis adentros. Recorremos El Alto de noche, horizontal, con sus casas deshechas o sencillas como es común en los arrabales, en los suburbios de esas grandes ciudades sudamericanas. No las veo demasiado pobres, ni chabolas, ni mendicidades como podría corresponder a este pobre país sudamericano. De repente la avenida por la que circulamos empieza a descender y a ladear la ciudad como un avión aproximándose para aterrizar en el aeropuerto de Mineralnye Vodi en el Cáucaso. Nos damos cuenta de que La Paz está metida en un profundo valle, pero la oscuridad y el desconcierto nos impiden apreciar las dimensiones del mismo. Pocos coches se cruzan a esta hora por la avenida; todos con la luz larga, aunque se pongan uno en frente del otro ¡Que molesto! Pero nuestro taxista, que también lleva la luz larga de su amplio taxi, tampoco las quita. A los pocos días observo que es costumbre allí, que siempre llevan la luz larga en los coches y parece que no les moleste. Pequeñas y curiosas anécdotas que no tendrían mucha importancia en un viaje como este, si no fuera porque, como muchas cosas allí, te impacta al experimentarlo por primera vez. Luces de una ciudad desconocida. Fría, casi inerte y solitaria en algunos rincones por culpa de la oscuridad de la noche, por lo tarde que era ya, por el frío que hacía y por esa magia acechadora, por esa brujería desconocida y escondida en cada rincón de la ciudad. Me quedo absorto con el nuevo paisaje, por las nuevas luces de una nueva ciudad. Contemplo sus calles, gente deambulando y edificios, casas que en un principio no llego a saber describir, a adivinar sus rasgos, sus formas. Es como una visión fantasmal desde la ventanilla del taxi que, sin darme tiempo a asimilar por la rapidez del vehículo, descubro asombrado y absorto ¡Por fin en La Paz! Empezaba a sentir que una nueva aventura se avecinaba, uno de los episodios de mi vida montañera, que es mi vida al fin y al cabo, se abría ante mis asombrados ojos, ante mis observadores y cansados ojos abiertos. El taxi se detiene ante una verja negra de una aparente casa señorial pero no demasiado llamativa. Estamos en el setecientos cuatro de la Avenida Illampú, el Hotel Rosario. Empezamos pisando la Avenida Illampú, nombre de esa bella e increíble montaña de más de seis mil metros que veríamos desde la Isla del Sol.
Aunque al llegar por la noche con el cansancio, “jet lag” y lo tarde que era y las ganas de dormir y descansar que teníamos, no apreciamos las peculiares, originales, acogedores y bonitos interiores del hotel. Era una bonita mezcla entre una especie de casa señorial medieval y un cortijo andaluz. Con su patio interior y fuente en el centro de azulejos, pasillos o corredores al exterior y una escalera que para subirla esa primera noche pensaba que nunca llegaría al tercer piso donde Jesús y yo teníamos nuestra habitación, o que el esfuerzo era tan inmenso que pensaba que el subir cualquier gran montaña de aquí sería verdaderamente imposible… ¡Si ya me costaba tanto subir estas pocas escaleras! Está claro que luego piensas que es por ser un recién llegado, después de un viaje tan largo y pesado, y de aterrizar a cuatro mil metros de altitud. El hotel es una joya, enclavado en el barrio del mismo nombre: “El Rosario”. A tres mil setecientos metros de altitud, era como dormir casi a la misma altura que la Aiguille du Goûter en el Mont Blanc. Parecía imposible, curioso y chocante pensar que las bases de las montañas andinas son las cumbres de los picos más altos de los Alpes.
El viernes 20 de julio tocaba a su fin. Jesús y yo nos acostamos en la linda habitación del tercer piso del Hotel Rosario. En mitad de la noche y una vez que ya habíamos cogido la posturita en la cama y a punto de dormirnos con esa dificultad de yacer en cama desconocida, Jesús se levanta a oscuras y como sonámbulo. Quiere ir al baño pero tropieza con todos los muebles que se interponen en su camino sin dar con él. No quiere encender la luz por no despertarme, pero el fuerte empuje que le daba a la manivela de la puerta de salida, creyendo que era el baño, terminó por despertarme del todo. “¡Esa es la puerta de la calle! El baño te lo has pasado”. Entonces retorna marcha atrás y entra en el baño. Quizás “el soroche”, el cansancio, el duermevela hiciera que Jesús pareciera un sonámbulo, un zombi en mitad de la oscuridad de la habitación; y no porque lo viera, si no por que oía como arrastraba los pocos muebles al tropezar con ellos. El caso es que al salir del baño y ya acabada la faena apagó la luz e intentó volver a su cama próxima, cuando un fuerte golpe se oyó contra el suelo y después silencio. No se oyó como si fuera algo de metal o madera, realmente no supe de donde venía ese fuerte golpe en medio de aquella oscuridad. Quizás el “soroche”, cansancio y duermevela hicieron que mi mente no pensara en más allá ni me preocupara por saber que había sido eso, si no que aproveché para disfrutar del silencio que vino después. O sea que me quedé inmuto en mi camita. Al cabo de un tiempo, no sabría decir cuánto, empiezo a oír sonidos que luego relacioné con los esfuerzos que hace una persona que se ha caído al suelo y empieza a levantarse. Jesús enciende la luz de su mesita de noche y empieza a preguntarse misterioso y desconcertado “¿Qué hago yo en el suelo?”. No sé si ahí o al otro día o más adelante (incluso ahora que lo escribo mientras lo recuerdo) pero me entró una risa tonta y sin sentido por el desmayo de mi amigo y compañero “Jesús ¿te has caído?”. Él, sorprendido, porque era la primera vez que le ocurría, y yo más sorprendido y risueño todavía por que había sido algo inesperado y gracioso para mí. Quizás para él y para el resto de mis compañeros no lo veían así, si no como una desconcertante y peligrosa reacción del cuerpo de Jesús y no tenía gracia. No podía evitarlo. El caso es que no me moví de mi cama. Eso fue algo que a mis compañeros, con un tono burlesco y a la vez con una pizca de malicia, me reprocharían el resto del viaje. Pero por alguna razón no me levanté de la cama. Quizás las mismas razones por las cuales Jesús se desmayó. No era que no quisiera o no me preocupara conscientemente, sencillamente no tenía suficientes glóbulos rojos en la cabeza como para reaccionar. Supongo que esto es algo que ocurre en ciertos trágicos momentos en la alta montaña entre compañeros o entre los equipos de salvamento. Cuando el raciocinio no encuentra lugar, el instinto es el que manda… Al fin y al cabo es una suerte que nos pasara en una habitación del hotel.
Paseándonos por la calle Sagárnaga vimos que habían varias empresas de agencias de viajes. No se puede decir que eran como las comunes agencias de viajes españolas o europeas; éstas se contrataban para hacer expediciones con porteadores, guías, cocineros, tiendas de campaña… Habían muy pocos o ningún lujo en aquella parte del mundo como para contratar un viaje a una playa encantada con hoteles de cinco estrellas y piscinas con barra libre… eso allí era casi inexistente, y si lo que buscabas era eso, deberías buscarlo en otro lugar que no fuera la calle Sagárnaga.
Como solo pudimos contratar una noche en el Hotel Rosario, esa mañana debíamos abandonarlo y trasladarnos a otro hotel. Esta vez nos iríamos del idílico y céntrico La Paz a otro barrio residencial más moderno, más nuevo y a más baja altura, al Hotel Calacoto. Contratamos una movilidad enterita para nosotros y discurrimos por las laberínticas calles y extrañas avenidas de la enigmática ciudad de La Paz. Casi, casi había que ir del centro a una punta de la ciudad, con lo cual nos dio tiempo a vislumbrar y apreciar los aspectos, cambios y perfiles de la ciudad. Absorto de nuevo por el corto viaje en el interior de una ciudad desconocida y diferente, intenté fotografiar con mis pupilas y mente aquellos edificios, casas, jardines, fábricas, avenidas, coches, viandantes, carteles… como si de una máquina reprogramada para recopilar datos ambientales se tratara ¡Adiós Hotel Rosario! Muy buen hotel, acogida y servicio… la expedición comenzaba muy bien.
El Hotel Calacoto de tres estrellas se encuentra entre amplias, horizontales y cuadriculadas calles cercanas o en el interior del Barrio de Miraflores o en el barrio del mismo nombre del hotel. Éste era un aparta hotel más que un hotel: con nuestro comedor, cocina, habitaciones, baño para poder acomodarnos los ocho que íbamos. El lugar era diferente al céntrico barrio de Rosario, más moderno, más ordenado, más común en una ciudad de reciente construcción, o sea, más feo; pero eso sí, más horizontal. Habíamos bajado cuatrocientos metros, de los tres mil seiscientos del Hotel Rosario a los tres mil doscientos metros y a un ambiente más europeo, era más aburrido. Lo bonito es estar metido en todo el meollo de La Paz, entre las calles Sagárnaga, Max Paredes, Muñecas, Mariscal Santa Cruz… cerca del mercado de las brujas, de la Plaza Murillo, de la magia de los Aymaras. Pero el hotel/aparta hotel Calacoto no está tampoco nada mal, también era frecuentado por otros individuos de otras nacionalidades y continentes que, enfrascados, algunos de ellos en mascarillas con bombona de oxígeno, paseaban su troillet por los pasillos exteriores del palaciego jardín del hotel; pasando por nuestras ventanas, que daban al mismo jardín como nuestra puerta, como ejército de guiris al acecho de alguna ciudad que asediar con sus cámaras fotográficas de última generación… a tan alta altura, había “vida”. Yo no me dí cuenta pero Jesús me dijo que en el aeropuerto también vió a particulares con su mascarilla y bombonita de oxígeno.